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Tribuna
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La Feria

Rosa Montero

La Feria del Libro de Madrid es como la vida misma, pero en versión desnuda. La competitividad, el afán de triunfo, la voracidad, el horror del fracaso, la inseguridad, la envidia cochina: todo se da aquí, en el parque del Retiro, de una manera cruda y sin afeites, casi se podría decir que ingenuamente, como si se tratara de un enorme juego de salón, el bonito juego social del éxito y del fracaso. Metidos en nuestros chiscones, los escritores somos como las fichas del tablero, y nos pasamos la partida espiándonos los unos a los otros. Por aquí, una triunfa (firma) o la pifia (no firma) de cara a todo el mundo, de manera inmediata, y expuesto a la intemperie atroz de las miradas como un santo de escayola en su hornacina.En la Feria, la medida de la derrota tiene un factor numérico: o sea, tú te puedes sentir mortalmente deprimido por el simple hecho de firmar veinte libros menos que tu vecino. Y a lo peor resulta que ese vecino también se siente a su vez un fracasado, porque siempre hay algún otro escritor un poco más allá que firma el muy maldito más que él. Y es que el éxito no es un lugar al que uno llega, sino un horizonte que siempre se nos escapa.

Ese horizonte huidizo nos enajena, esa ambición nos mata. Sea cual sea el marco de nuestro anhelo (dinero, poder, fama, lo que fuere), en ese ámbito concreto nunca nos sentimos satisfechos, nada nos es bastante. Mario Conde quería más millones; Induráin, más tours; Cela, más premios además del Nobel. Esta carrera feroz contra uno mismo queda expuesta en toda su torpeza en la Feria del Libro: si hoy dedicas veinte ejemplares, mañana necesitarás dedicar cuarenta para no sentirte una asquerosa hormiga. Somos tan bobos que entre nuestra percepción del fracaso o del éxito pueden mediar tan sólo una docena de firmas.

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