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El alemán de La Moncloa

Andrés Ortega

No es preciso que los estrategas del Partido Popular hayan leído a Carl Schmitt -aunque muchos de ellos lo habrán hecho para que apliquen su modo de pensar: la oposición no es un adversario, sino un enemigo. La política es una guerra -civil- en la que hay que acabar con el que se sitúa enfrente. Schmitt, en El concepto de lo político, lo expresa con meridiana claridad: "La distinción política específica, aquella a la que pueden reconducirse todas las acciones y motivos políticos, es la distinción de amigo y enemigo".Schmitt es un pensador de gran interés, aunque no cabrá nunca olvidar que inspiró y apoyó al nazismo de Hitler. A pesar del antiliberalismo del alemán, el liberal francés Raymond Aron lo apreció y mantuvo relaciones intelectuales con él, mientras Alexandre Kojève llegó a decir que "Schmitt es la única persona en Alemania con, quien vale la pena hablar". Hoy Schmitt ve sus obras reeditadas en Alemania y publicadas en Estados Unidos, mientras vuelven a abundar los estudios sobre este enemigo del liberalismo, como le llama The New York Review of Books. Lo que no era de esperar -o sí, según se vea, pues tuvo su influencia en la España de antaño- es que su visión fuera puesta en práctica en la política española.

Pero así es. La política española entró hace tiempo en la senda schmittiana de una larvada guerra entre enemigos, a veces de trincheras, otras de movimientos. Desde este Gobierno -o al menos su parte monclovita- no cabe pactar con la oposición, sino intentar destruirla, arruinarla, deshacerla. Distingo, ergo sum, que decía Schmitt, en una :Interpretación amplia en la que se lamentaba de la neutralización que introduce el concepto liberal de la política, frente a la idea cainita y autoritaria que lleva a pensar que todo es político, es decir, digno de la dualidad amigo/ enemigo.

Francamente, quizás es hora de cambiar de pensador alemán; de pasar de Schmitt a ese otro rico politólogo que ya hace años citara el maestro Manuel García Pelayo y cuyas renovadas ideas nos ha aproximado su mano traductora e introductor Fernando Vallespín: Niklass Luhmann. Pues su concepto de la democracia nos serviría mucho más que el polémico de Schmitt. Para Luhmann, la democracia no es sólo dominio del pueblo sobre el pueblo, o elecciones regulares. La mayor originalidad de Luhmann es que considera que "en democracia, la política funciona con el código Gobierno / oposición: un fracaso del Gobierno se apunta en el activo de la oposición, y a la inversa. Un ataque a la incompetencia del Gobierno demuestra ya casi la competencia de la oposición". Pero aquí, el Gobierno no se percata de que necesita a la oposición; de que va incluso en. su propio detrimento el intentar aplastarla a lo Schmitt.

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Y, recordaba Luhmann, "en una democracia no se puede tratar al oponente político como inelegible". Y el pueblo, según Luhmann, suele reaccionar de forma inesperada cuando se intenta hacer a la oposición inelegible. Este alemán pone el ejemplo del macarthismo en Estados Unidos, que acabó en el mismo momento en que la acusación de comunismo -es decir, de inelegibilidad- se extendió al Partido Demócrata. Algo similar le ocurrió al PSOE cuando aludió a la naturaleza del PP de derecha en su sentido preconstitucional.

"El cortocircuito", concepto importante para este autor, "consiste en la técnica de representarse a sí mismo en la crítica del otro". Y Luhmann va mucho más allá al aludir a que "en cuanto los políticos [ ... ] aspiran a ordenar la sociedad como un todo, entran en dificultades con la democracia. Experimentan la oposición como un intento por impedir la realización de su tarea".

Y en buena parte es lo que está ocurriendo en España. Con el agravante de que el Gobierno pretende a la vez hacer de Gobierno y de oposición. De oposición al PSOE, y más en concreto a Felipe González, como si el PP hubiera perdido parte de su propio sentido, o como si le urgiera la constante necesidad de oponerse. Tal estado de ánimo lleva a conducir obsesionado con el retrovisor, a menudo en detrimento del parabrisas, como nos recuerda el último Informe España 1996 de la Fundación Encuentro. Lleva también a obsesionarse con todo los que se mueve o critica, por mínimamente que sea.

Y es que, en su sentido luhmanniano, la democracia no está aún plenamente desarrollada en España. Veinte años son aún pocos cuando se compara con la riqueza de la vida democrática en el Reino Unido, hoy sometida a revisión por los propios británicos. Esta carencia en la cultura política española es también fruto de que este país ha tenido ya dos ocasiones en los últimos años de entrar en una experiencia de gobierno de coalición. No ha sido posible. Principalmente porque el presidente de la Generalitat y líder de CiU, Jordi Pujol, no ha querido. Sobradas razones puede haber tenido, algunas más razonables que otras, como queda estos días de manifiesto. Pero es ésta una experiencia que le falta a esta España de la democracia. No es que vayan a resolverse así todos los problemas -como se puede apreciar en el ámbito local del País Vasco-, pero podría servir para educar, relativizar y dejar a Carl Schmitt, aunque sea un pensador de interés, fuera de la política española, en la que ya tuvo su tiempo.

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