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El mito de la comunicación

Ignacio Ramonet, director de Le Monde Diplomatique, acaba de publicar un libro en defensa de la humanidad. No es propiamente un manifiesto; se complace en ser tan sólo un mapa. Con 240 páginas enérgicamente seleccionadas, Ramonet pone en su sitio decenas de cuestiones que, determinando la actual marcha económica, política y cultural del mundo, están agotando nuestra capacidad de resistencia y de resignación.Una de ellas, convertida en referencia contemporánea, es el culto a la comunicación, la exaltación de las comunicaciones, el desarrollo de las conexiones, la magnificación de la red. El progreso se asimila hoy a encontrarse mejor comunicado, más la certeza inseparable de que todavía podremos comunicarnos más. Con más gentes, con más espacios remotos, con más bancos de datos y mas informaciones insólitas, con más extraños y a cualquier hora. En el extremo, no importa si los contenidos de la comunicación son banales, comerciales, financieros, depredadores o parecidos a la inanidad. Lo importante es comunicar; no importa qué, tampoco para qué. Ni, al cabo, con quién.

El mundo ha adquirido una patología de extroversión mediática mientras no consigue, simultáneamente, conservar la relación vecinal. La estampa de un grupo doméstico comunicando sin cesar en la pantalla mientras vuelven sus espaldas a la realidad de los más próximos alecciona sobre la parodia en que se ha convertido el contemporáneo afán de la supercomunicación. "Podría plantearse", dice Ramonet, "si la comunicación no está sobrepasando su estado óptimo, su cenit, para entrar en una fase en que todas sus cualidades se trasforman en defectos, todas sus virtudes en vicios". O en simples limbos, estratagemas o placebos.

"Durante mucho tiempo", sigue Ramonet, la comunicación fue liberadora porque significaba difusión del saber, del conocimiento, de las leyes y las luces de la razón contra las supersticiones y los oscurantismos de todas clases. Imponiéndose ahora como obligación e inundando todos los aspectos de la vida, ejerce una tiranía". "Probablemente", remata, "se ha convertido en la nueva y gran superstición".

¿Superstición?, ¿coartada?, ¿banalidad? Acaso todo a la vez. Los individuos pueden acudir cada vez con mayor facilidad a uno y otro punto del planeta, pero apenas tienen nada que traer ni que llevar. Los ciudadanos pueden ponerse en relación con los otros ciudadanos lejanos, pero los cuentos sobre sus ciudades se sobreponen como historias iguales. La extensión y la velocidad de las comunicaciones han prosperado a través de una paradoja fatal: a la vez que se han allanado los accesos, se han allanado también los contenidos; a medida que la comunicación se ha hecho de fácil trasporte, ha disminuido su peso.

Para que la red no se desplome, los mensajes que la cruzan se aligeran, los discursos se simplifican y la comunicación, al fin, deja de ser una experiencia dramática para convertirse en entertainment. El mundo flota gracias a esta levedad, el poder se fluidifica entre las fibras ópticas, los referentes con fuerza se borran en las tramas que conectan la multipolaridad. Este efecto horizontal hace creer en la llegada de una democracia intangible, electrónica, el último grito de la libertad. Hay, sin embargo, que atenerse a la energía que se recibe para ponderar lo que se gana. La comunicación real con los otros y el saber aumenta la carga de los individuos. Los abastece de una nutrición sustantiva que, al cabo, les hace menos susceptibles de circular sin restricción. Si ahora circulan sin reserva, pluridireccionalmente y sin parar, es también el efecto de haber perdido masa y haber pasado de seres -físicamente espesos- a moléculas cada vez más livianas dentro de la mitología de la comunicación.

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