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Tribuna:UN AÑO DE GOBIERNO DEL PP
Tribuna
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Neoliberalismo y educación

El autor estima que el Gobierno ha roto el liderazgo público en la educación, convertida ahora en una mercáncia para el mejor postor

De aquellos días de mayo de 1996 ha quedado como petrificada en muchas retinas la imagen de la titular de Educación entrando en el ministerio como elefante en cacharrería (dicho sea con el debido respeto), balbuciendo con torpeza unas declaraciones cargadas de beligerancia política y rebosantes de una ramplona y trasnochada ideología economicista. Creíamos que eran las urgencias y las emociones del momento. Ahora sabemos que es una política de piñón fijo que, si alguien no lo remedia, puede dejar el sistema educativo hecho jirones.Desde que Robert Lane caracterizara la realidad de los países industrializados como "sociedad del conocimiento", se han acumulado pruebas suficientes para admitir, con los matices pertinentes, que quien dispone del control sobre el conocimiento y el. desarrollo científico tiene en sus manos la clave del crecimiento económico y puede manejar los hilos del bienestar social (valga un dato del Informe mundial sobre la ciencia 1996 como prueba: la relación PIB-gasto interno bruto en I + D es de 2,8 en Estados Unidos, 1,9 en la UE y 0,4 en América Latina). Y si es así, el riesgo más perturbador al que nos enfrentamos es el de perder el protagonismo y el control público de los diversos tipos y niveles de aprendizaje, porque en, la medida en que éste recaiga mayoritariamente sobre la iniciativa privada (en la medida en que educación y cultura formen parte de una sociedad de consumo y no del conocimiento), estará en peligro el acceso equitativo al bienestar, seguirá su sórdido crecimiento esa mancha de oprobio que envilece a muchas sociedades, la desigualdad y la injusticia social, y desatará su inconfundible hedor esa mugrienta nube de incultura, miseria, desesperación y tristeza que deja a su paso el neoliberalismo cuando el mercado se erige en la única fuente de moralidad (además de muy perjudicial para la pureza de las costumbres, lo empírico es poco apto como principio de moralidad, advirtió Kant).

De ahí la irresponsabilidad y el daño irreparable de una política que hurte el liderazgo de la educación a los poderes públicos, la convierta en una mercancía para el mejor postor y trasvase su protagonismo hacia la esfera de unos intereses que no pocas veces rechazan luz y taquígrafos, se muestran siempre extraordinariamente celosos de su ideario y esconden su canibalismo económico, su ideología de la exclusividad y su ética insolidaria bajo el paraguas de la libertad de elección. Se trata de una política que deja en suspenso el derecho a la educación: lo hace cuando posibilita que unos tengan más derechos que otros, cuando abandona a su incierta suerte sus procedimientos y sus contenidos, cuando separa libertad de solidaridad, cuando en vez de atemperar parece hacerse todo lo posible para reforzar las diferencias de clase, raza, territorio nacional, o confesión religiosa, alimento preferido de las diversas formas de intolerancia y fascismo. Ya lo había advertido John Dewey en esa obra de "inexhausta vitalidad" (son palabras de órtega para referirse a los clásicos) que es Democracia y educación: tanto o más que una forma de gobierno, la democracia es un estilo de vida, es una actitud mental que rompe barreras de clase, raza, género, religión o territorio. Si los responsables ministeriales admiten que "una sociedad es democrática en la medida en que facilita la participación en sus bienes de todos sus miembros en condiciones iguales" (Dewey), debíeran meditar el alcance de la siguiente afirmación: "Una educación que privilegia a un niño sobre otro está dando al primero una educación corrupta, a la vez que le favorece social o económicamente". Es de Bob Connell, uno de los investigadores más conspicuos en educación,

Los griegos lo entendieron a la perfección: es impensable una verdadera democratía sin una adecuada paideía, porque más que una transmisión de conocimientos, habilidades y destrezas, la educación es, por encima de todo, una empresa ética comprometida sin reservas caprichosas con los valores que alimentan las libertades, con los que garantizan la participación activa y reflexiva en la vida pública. En una palabra, volviendo a Dewey, "toda educación que desarrolla la capacidad de participar en la vida social es moral" y no deja de suponer una aberración querer reducirla, como parecen pretender los responsables ministeriales, a una empresa meramente técnica.

Por eso se hace tan necesario ese "acuerdo nacional de educación, importantísimo para el futuro de España", del que hablaba la ministra háce unos meses; perc quedaría muy alicorto si, como quiere Aguirre, el consenso se lograra sólo "para la competitividad de nuestro país" (una de las características de las propuestas neolíberales en educación es su exclusivo énfasis en los valores del mercado, su preocupación por el aprendizaje de saberes técnicos y mecánicos). Mal pelaje nos correría si además no sirviera para la defensa de una convivencia democrática, para fomentar el respeto a las diferencias, para inculcar la tolerancia y para hacer partícipes de los bienes comunes a los ciudadanos del futuro.

Un acuerdo gestado exclusivamente en tomo a la competitividad se convierte en una artimaña, porque desde la necesidad de transmitir conocimientos que sirvan para manejarse y sacarle el mayor partido a la vida (la educación como un cúmulo de contenidos exclusivamente tecnocráticos) se pretende legitimar como máximo e irrenunciable derecho el de los padres a elegir la educación de sus hijos, se condena la influencia de la política (de los valores, en último término), y se llega a defender cualquier tipo de educación: un verdadero dislate.

El empeño neoliberal por instalar la educación en una cómoda asepsia no es neutral; se trata de una maniobra de distracción claramente preñada de intereses económicos: al fin y al cabo, son muy suculentos esos 7.000 millones que el ministerio ha repartido entre centros concertados dedicados a la enseñanza no obligatoria entre tres y seis años.

Amalio Blanco es decano de Psicología de la Autónoma de Madrid.

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