Colores y sueños en la Puerta del Sol
La Academia de Bellas Artes de San Fernando moviliza sus fondos y se erige en gran museo madrileño
Paseante, si te encuentras en la Puerta del Sol de Madrid y quieres descubrir un tesoro apenas conocido sigue el comienzo de la calle de Alcalá. A nada que avances 30 pasos, a tu izquierda, se encuentra un edificio de fachada severa, en piedra, con grandes ventanales sellados por rejas de hierro simple. Su portada queda flanqueada por dos columnas dóricas, sobre las que descansa un dintel rectangular estampado en letras doradas con una frase latina que posa arte y naturaleza bajo un mismo techo.Del techo porticado de este palacio madrileño cuelgan, alineados, grandes candiles de cristal transparente, en cuyo interior titilan lámparas que apenas consiguen iluminar su honda entrada. Siempre hace fresco bajo sus arcadas de piedra. Una escalinata de peldaños largos, cómodos para el ascenso, conduce hacia un espacioso rellano donde un ánfora marmórea, a modo de cornucopia, y del tamaño de un adulto, parece anunciar la riqueza que el interior de la primera planta del recién remodelado Museo de la Academia de Bellas Artes de San Fernando alberga en su seno. Su interior ha sido adaptado con criterios de la más avanzada museología, según su director, el académico Antonio Bonet Correa, que admite que los visitantes se han triplicado desde la reforma.
El recorrido por el interior de la pinacoteca madrileña -300 pesetas cuesta entrarse muestra cargado de sorpresas. La primera, una Asunción de la Magdalena, del tenebrista José de Ribera, teñida de carmines y celestes, que recoge un episodio apócrifo de la Historia Sagrada. Una prostituta con harapos flota aupada al cielo por angelotes esforzados. No era esto lo que nos decían los libros.
"Es que se trata de un episodio transitorio; la Magdalena no ascendió a los cielos", cuenta una vigilante del Ministerio de Cultura. "Nos han explicado que es una alegoría de sus penitencias", se disculpa.
Luto sacro
La mirada se posa sobre las sombras vibrantes de Ribera, los acuosos sienas de Alonso Cano y los hábitos de silenciosos monjes de Zurbarán, de cuya blancura pareciera rezumar ahora mismo polvo de talco.El luto sacro da paso a la holganza que surge de la visión de los bodegones de Van der Hamen, un flamenco amante de cestos de frutos secos, mieles y hojaldres, que parecen espolvorear su azúcar alrededor del lienzo.
A escasa distancia, una Caridad romana amamanta a un preso, y unos viejos rijosos intentan asaltar a la voluptuosa e ingenua Susana, gruesa y mimosa como las damas todas de Pedro Pablo Rubens.
Un poco después, una fiesta veneciana, de Leandro Bassano, apenas puede esconder la atmósfera otomana de la ciudad marchita y anegada, mientras, ya cerca del centro de la planta, una Mariana de Austria de Carreño de Miranda y otro retrato de la esposa de Felipe IV y del mismo monarca, por Diego Velázquez, tiñen de gloria este museo, mismo donde la sala interior más bella de Madrid exhibe tragaluces que iluminan su platea de 100 butacas, a la cual se vuelven sus ventanas 10 bellos balcones bajo un órgano de tubos grises.
Un poco después, en la misma, primera planta, otra de las grandes sorpresas del museo madrileño refulge desde la pared entelada de una sala recoleta. Es una alegoría de La primavera, del manierista lombardo Arcimboldo, pintada en 1563; cuerpo de ortigas, gola de azucenas, pómulos de rosa: su refrescante actualidad expresa la vitalidad del arte. Al poco, Goya muestra un pavoroso Fernando VII a caballo, su propio retrato y el de Juan de Villanueva, tan cercano y verdadero que desde la mirada encendida y la mueca de su boca de genio parece exhalar un resoplido de orgullo. No faltan Murillo, Claudio Coello, Fragonard ni Van Loo, con su Venus de diademas de perlas y un Mercurio de pies alados.
De la segunda planta resalta el lienzo de Álvarez Sotomayor Comida de boda en Bergantiños, luz y aromas aldeanos, amén de retratos de Vázquez Díaz, marinas de Pla y de Joaquín Sorolla, mares aceitados de puertos de Cubells o naumaquias de Muñoz Degrain. Varias tallas de Inurria o Benlliure vibran desde el bronce y el mármol ante los Ojos del visitante.
La atmósfera del museo madrileño destila libertad, fresco fundamento del arte. La Academia de San Fernando lo cobija desde su ático -guarecido de las visitas del público por falta de personal- hasta el sótano, depósito de ubérrimas colecciones de escultura clásica. De sus tallas se, realizan reproducciones en resina (como la mismísima Mariblanca) u otras bañadas de bronce, para el estudio de los jóvenes artistas de bellas artes. Hay también allí, en plena calle, de Alcalá, uno de los mejores talleres de grabado de España, al decir del académico Alvaro Delgado.
En las plantas altas, porcelanas, pianofortes y guitarras, como una de Andrés Segovia hecha en Múnich, completan el patrimonio exhibido del segundo museo público de Madrid, club de académicos, taller de arte, escala de colores y de sueños.
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