Corazón canalla
El domingo 18 de mayo, después de 35 años en letargo, alguien salió a la calle dispuesto a armar gresca: los cables eléctricos. Sospecho que iban detrás de mí, porque siempre los he mancillado en público, pero resulta que se equivocaron de objetivo y atacaron otra franja de Madrid ajena a la disputa. Muy típico de ellos, tomar represalias a ciegas.Se supone que los voltios son unos chicos estupendos, con grandes cualidades y muy competentes, pero tienen un fondo más negro que el hollín y su naturaleza perversa es capaz de las mayores atrocidades: a mi hermano Javier, cuando tenía ocho meses, le fundieron el labio inferior con una descarga innoble, y todo porque el chavalín tuvo la desfachatez de besar una prolongación conectada a la red. ¿Cuándo se ha visto ingratitud mayor?
Aclarado este punto, se entenderá que uno deteste la electricidad, que la tenga por una sabandija de la peor calaña, y que tampoco le sorprenda su agresiva conducta el mencionado 18 de mayo, último día del puente de San Isidro, cuando esta señorita tuvo a bien soltarse el pelo y arrasar una pequeña zona situada en la esquina de Montesa y Don Ramón de la Cruz. Una salida de tono que achicharró ordenadores, batidoras, tocadiscos, lavadoras y toda suerte de electrodomésticos inocentes que retozaban en paz. Se supone que la causa estuvo en el cambio de un viejo transformador, pero esto no es sino una maniobra de despiste. En realidad, Unión Fenosa está tan acochinada tras el incidente que, a falta de una salida más airosa, ha optado por responsabilizar al nuevo transformador, acusándole de impetuoso y de llevarse por delante las ordenanzas debido a su juventud. Una nube de humo. Tinta de calamar: la celada venía de arriba y los operarios fueron su involuntaria mano ejecutora. Es decir, balón al hierro y rebote de Sabonis, como sucede en estos casos.
He aquí la faceta más turbia de los voltios: su insólita capacidad de camuflaje, su impunidad a la hora de cometer fechorías. Normalmente, ellos incordian mediante la técnica del apagón, imponiendo las tinieblas y paralizando al usuario; pero sólo cuando actúan por exceso es posible apreciar su verdadero punto de malignidad. Sobrecarga, dicen los investigadores, y no han explicado más. Esta vez han sido mil los aparatos afectados, en quinientos hogares diferentes, y unos 160 o 170 los voltios de propina; pero quizá la próxima se estiren hasta los 5.000 y se merienden, enterito, el aparato logístico del Estado. Veremos entonces cómo se las ingenian para llamar a filas a los mozos y para cobrarnos las multas de tráfico o las hipotecas pendientes.
En tal sentido, no estaría nada mal el motín, pero estos dichosos cables nunca hacen distinción entre sus víctimas y en cualquier momento un microondas puede saltar en pedazos y seccionarle la cabeza a su dueño. A todos nos puede ocurrir, sin excepción, lo que resulta democrático, sí, pero también muy tosco y arbitrario.
En mi opinión, tras lo sucedido el 18 de mayo, Unión Fenosa está perdida. Por su propia naturaleza (eléctrica, no se olvide), esta empresa ha de permanecer callada y ocultar la verdad. Jamás admitirá que hay una revolución en ciernes, que la electricidad se ha amotinado, que todos corremos peligro. Cómo será la cosa que ya el mismo lunes estaban visitando a los damnificados y anunciando que correrían sin rechistar con los gastos. Nunca se vio diligencia mayor, y todo, insisto, porque se hallan al borde del abismo. Su ideario es resistir, ganar tiempo, negociar en secreto con el enemigo y evitar a toda costa el pánico general. Pero es un empeño estéril: todos, alguna vez, hemos oído un leve iploc! en casa. Ronquidos en el secador, crujiditos en las bombillas, pequeños suspiros llegados de la nevera. Indisposiciones de poca importancia, en suma. Pero si lo que suena es un isffpppliffzzz ... ! áspero y continuo, y si al tiempo se pone a echar humo todo lo que vive enchufado, entonces el terror se desborda y empieza a no ser de este mundo.
La compañía afirma que no recuerda un incidente semejante en los últimos 35 años; pero la comparación es inadmisible: en 1962 no había ordenadores domésticos, y si existe hoy día una fatalidad irreversible, ésa es que te desnuquen el disco duro. Un modo de morir horrible.
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