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El valenciano

Al llegar la democracia, un candidato al Congreso se presentó en Orcheta y, dentro de un mitin, arengó a los orchetanos con el anuncio de que, gracias al nuevo régimen, el pueblo, en adelante, podría hablar libremente el valenciano. Los de la concurrencia se miraron desconcertados; nunca habían hablado otra cosa por allí. Más aún: los de Orcheta tenían a gala hablarlo con mayor aseo que los de La Villa o los de Benidorm. O incluso con un acento inconfundible en toda el área de montaña que va desde Finestrat hasta Cocentaina, pasando por Relleu o Sella. Se comprende que esta gente y la de otras comarcas semejantes no entiendan una palabra de lo que significa unificar su lengua según las pautas de unos señores reunidos en Madrid, y con mayoría de castellanohablantes. Las palabras con las que discuten, enhebran conversaciones en las casas, los mercados o en el bar, no hay Parlamento que las supere. Usadas y dispuestas por los antepasados, desgastadas por la costumbre, acopladas a las cosas y las maneras de decir el amor, son más libres que cualquier democracia establecida o por establecer. En ninguna mente cabe que los catalanes y los valencianos hablen lenguas diferentes. Se trata de una misma que ha viajado por vecindades; episodios o caracteres diversos y que ahora produce una variada fisonomía entrañable para cada cual. No es lo mismo un catalán que un valenciano. La diferencia es microscópica considerada desde Estambul, pero, viviendo a un paso, cada milímetro cuenta mucho. Los catalanes han valorado estas menudencias con tanto ahínco que no han parado de reclamar una vara especial para ser medidos. A los valencianos, menos envarados, nos ha bastado con lo natural. Si ahora hay quejas valencianas es contra lo artificial. El catalán es bueno para los catalanes, pero, a la fuerza, no puede ser bueno para nadie más.

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