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El hombre de la tos

Hace unas semanas, departiendo en cierto bar sobre asuntos de Estado, un admirador del juez Gómez de Liaño (al parecer, muy descontento con lo agudo de mis observaciones) se impacientó y quiso cerrarme la boca con un improperio brutal: "¡Trabajas para Polanco!" ¡Zambomba!, me dije yo entonces, retrocediendo y triplemente confundido: primero, porque yo no he trabajado en mi vida; segundo, porque mi interlocutor acababa de atragantarse con un panchito, y tercero, porque la alusión a Polanco había resonado en el local como si alguien hubiera invocado a Nosferatu. ¿Qué iba a ser de mí una vez al descubierto? Instintivamente, traté de recordar el número privado de mi abogada (una chica, por cierto, muy alta, rubia y de buena familia), y luego calculé la distancia que me separaba de la puerta, por si tuviera que salir de allí a paso largo.Sin embargo, algo no encajaba en mi argumento. El amigo de Liaño seguía tosiendo, en efecto, y con bastante aparato, pero ningún otro detalle parecía salirse de lo habitual. De hecho, nadie se abalanzaba sobre mí, ni siquiera me gruñía, y tampoco había saltado la alarma, así que no tardé en relacionar los cubalibres (dos y medio hasta ese momento) con el origen de mi despiste. En fin, que me acomodé otra vez en el taburete, aparté el vaso, recuperé el tono y a continuación me interesé deportivamente por la tráquea de mi ofensor. Ya se encontraba mejor, más tranquilo, aunque lo bastante tocado como para que ambos acordáramos una tregua. Además, no creo que hubiera servido de nada explicarle la verdad: esto es, que Polanco y yo trabajamos codo con codo, aunque también a la inversa, si bien él gana más dinero.

Por otra parte, tampoco habría estado de más aclararle que entre nosotros nunca han existido lazos contractuales (como no sean de tipo mental) y que tampoco recuerdo haber recibido instrucciones para alabar su figura. Ni amagos siquiera. Éste es un fenómeno inexplicable, pero sucede de vez en cuando, y los peritos así deben aceptarlo. En definitiva, que Polanco y yo estamos capacitados para despedirnos recíprocamente sin dirigirnos la palabrajo que da una idea de nuestra independencia. Así actuamos los magnates. Pero no quise decirle nada al hombre de la tos, por no causarle más dolor, y, en cambio, me despedí previniéndole contra los cacahuetes. Y es que me sentía bien, relajado, porque a mí siempre me gusta ir con los malos, y, por el tono que había empleado mi contrincante, a los malos se refería él. Madrid, ya se sabe, es una ciudad implacable con aquellos que se comen el tarro. Sencillamente, los succiona, se los lleva al cuarto oscuro y luego los descuartiza; y por eso hube de tomar precauciones al día siguiente, cuando paseaba por la calle de Pradillo, camino del Auditorio, y casi me di de bruces con un edificio llamado El Mundo. A nadie le extrañará que el corazón me diera una voltereta. Dado que este lugar -según he oído- es actualmente la sede del Gobierno, y, apurando un poco las circunstancias ambientales, se me ocurrió que acaso un centinela pudiera identificarme como un agente enemigo. A mí no me conoce ni mi propio notario, para qué voy a decir otra cosa, pero nunca se sabe, de manera que empecé a sentirme intranquilo. Un poco de mentira, si se quiere, haciéndome el importante y tal, aunque lo cierto es que dejé de mirar el edificio y me puse a silbar El puente sobre el río Kwai, la canción que utilizo cuando paso cerca de un recinto militar con garitas de vigilancia. Estaba precioso el cielo. Tan azul. Tan claro. Y qué bonitos colores en las hojas de los árboles. La primavera, amigos, la Segunda Primavera Triunfal, que inflama los sentidos. Y así continué un buen rato, haciendo el gilipollas, porque, señores, tengo familia.

Vida ésta. Pase que a uno le consideren un merodeador a sueldo, pase que le señalen con el dedo, pase, incluso, lo del contrato mental sin derecho a indemnización, pero exijo negociar un plus de peligrosidad. Me parece de ley. Y nada mejor que solicitárselo al propio origen de mis penas, a ese que sólo se nombra en susurros..., al señor Capa Negra, también llamado el Espectro, el Azote, el Malingre, el Oscuro, el Ángel Torcido, la Masa, el Monstruo de las Galletas. ¡Cielos!, me ha vuelto a dar un calambre.

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