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Tribuna
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El retorno de la barbarie

El año pasado fue un año aciago para los que trabajamos en el campo humanitario; y 1997 no se está desarrollando mejor. La evolución de ciertas crisis y, en particular, el curso de los conflictos más sangrientos -donde los civiles son sistemáticamente el blanco de los ataques- marca el retorno a la barbarie". Incluso nosotros, que en principio debemos hacer frente a los llamados "desastres humanitarios" y controlar sus consecuencias, asistimos impotentes, cómplices o conniventes, a un auténtico desastre cuyos síntomas son evidentes en todos los rincones del mundo.- Por una parte, desaparecen los valores que son nuestros, basados en la defensa de la vida y de la dignidad humana, siempre y en todas partes, lejos de cualquier cálculo político o de otra índole.

-Por otra parte, las violaciones de los convenios de Ginebra son cada vez más frecuentes, hasta el punto de que pasan casi inadvertidas.

En diciembre pasado se celebró el primer aniversario de la Declaración de Madrid, concebida y redactada por los dirigentes y representantes de las principales agencias humanitarias y donantes. A partir de ese texto, que no era muy optimista, se puede hacer un balance de nuestra acción. Pues bien, hay que constatar que hemos retrocedido, puesto que han quedado sin respuesta numerosos puntos esenciales de nuestro llamamiento a la comunidad internacional.

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¿Qué pedíamos en Madrid?

- Que la independencia y la imparcialidad de la ayuda humanitaria fueran respetadas.

- Que los civiles no fueran tomados deliberadamente como objetivo.

- Que el derecho de los refugiados a buscar asilo y a obtenerlo con el fin de escapar de las persecuciones fuera mantenido.

- Que se nos diera libre acceso a todos los que están necesitados.

- Que se garantizara la seguridad del personal humanitario.

Hasta ahora no se ha logrado ninguno de estos objetivos. Me ahorro infligirles el castigo de un informe detallado sobre los desastres. Sin embargo, no puedo ocultar que, dadas mis responsabilidades, viví algunos de los acontecimientos más recientes como una pesadilla interminable.Como seguramente recuerdan, la entrada de los talibanes en Kabul -que implicó, por otra parte, violaciones masivas de los derechos de la persona, y sobre todo de la mujer- se caracterizó por la irrupción de milicianos en un campamento de las Naciones Unidas y terminó con la captura y la ejecución sumaria de algunos líderes del régimen anterior, colgados -por así decirlo- en el mástil de la bandera azul de la ONU.

La situación es igualmente paradójica al norte de Irak, una región cuyo destino contenía la respiración del mundo entero no hace mucho tiempo y que hoy está siendo abandonada por la acción humanitaria. ¿Qué queda hoy de la Operación Provide Comfort? ¿Y de sus santuarios humanitarios? Por una parte, el régimen de Bagdad, recuperando el control de una gran parte de ese territorio gracias a la ofensiva victoriosa de septiembre pasado, obliga a que toda ayuda humanitaria pase por Bagdad y sea administrada por organizaciones que gocen de la confianza de Sadam Hussein. Por otro lado, Turquía, alegando supuestas razones de seguridad, ha cerrado sus fronteras a los convoyes humanitarios. Las negociaciones para solucionarlo están, por supuesto, en marcha, pero es un ejemplo palpable de cómo se deniega el acceso humanitario sin que la comunidad internacional se preocupe lo más mínimo.

La actualidad internacional no deja de ofrecemos muestras de las brutalidades diarias que rodean los conflictos de hoy. Pienso en la matanza sin fin en Argelia; pienso también en la guerra civil en Sri Lanka, donde las partes en conflicto no tienen por costumbre hacer prisioneros.

Por último, me referiré a la crisis en la región de los Grandes Lagos, amalgama -en el tiempo y en el espacio- de todos los desmanes que se están haciendo con el derecho humanitario (por no hablar del derecho internacional).

Realmente hemos visto de todo en esta crisis durante los últimos seis meses: el bombardeo de campos de refugiados protegidos por la bandera de la ONU; la deportación hacia Ruanda, a golpes de bastón, de medio millón de refugiados de Tanzania; refugiados burundeses exterminados por el ejército de Bujumbura en cuanto cruzan la frontera; la prohibición permanente de un acceso humanitario digno de este nombre en las zonas supuestamente "liberadas" de Zaire-Congo.

Hemos visto cientos de miles de seres humanos que han pagado un precio muy alto con su marcha por la selva -víctimas del hambre, de las enfermedades y de las matanzas sin testigos- abandonados a merced de un ejército sin uniforme, sin ley, que los ha cazado como conejos.

A quienes levantaron sus voces para que el derecho humanitario fuera respetado, para salvar vidas, llamando a la intervención de una fuerza de protección intemacional, se les explicó que no merecía realmente la pena molestar a las tropas: que bastaba con otorgar a los que cazaban a los refugiados la gestión de "pasillos humanitarios". Ahora la guerra ha terminado, pero me temo que nunca sabremos lo que ha pasado durante estos seis meses.

Todo esto me recuerda la definición de la acción humanitaria -quizá un poco romántica- dada por un antiguo responsable del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), José María Mendiluce: "La emoción frente al cinismo, la transparencia frente a las mentiras, el valor frente a la cobardía". No veo, desde luego, ni mucho valor, ni transparencia, ni emoción en el modo en que la comunidad internacional sigue administrando esta crisis. Hay, por el contrario, cobardía, mucha mentira y una gran dosis de cinismo.

Sé que todos los que no entienden la periodicidad de algunas crisis suelen hablar de "fracaso de lo humanitario". Dan por supuesto que corresponde a la comunidad de los que se ocupan en la ayuda humanitaria solucionar las crisis. Intentemos aclarar este debate. No somos más que los bomberos: podemos limitar los daños del fuego y, en el mejor de los casos, retrasar o incluso llegar a prevenir algunos incendios. Pero no podemos perseguir a los pirómanos ni reconstruir los edificios.

Este fracaso no es el que más me preocupa, puesto que pertenece a la política y a la diplomacia. Asistimos, sin embargo, a otro fracaso, el fracaso moral. Hace poco me desalentó la lectura de un informe en el cual Amnistía Internacional censura, sin medir demasiado sus palabras, a algunas agencias de la ONU, acusándolas de haber colaborado en operaciones de repatriación forzosa de refugiados.

Lo que más me impresiona es que, al evaluar tales acontecimientos, se dé un conflicto entre dos sensibilidades -la de los derechos humanos y la humanitarias- que deberían ser gemelas. La razón profunda de lo humanitario es, después de todo, garantizar el respeto del derecho humano más primordial: el derecho a la vida y a una asistencia digna del ser humano. Hay algo que no encaja, algo sobre lo que debemos reflexionar.

Es necesaria una buena dosis de ingenuidad para hacer caso omiso de la realidad: la comunidad internacional y las Naciones Unidas -que es su expresión organizada- no son entidades inmateriales. Su voluntad, o su ausencia de voluntad, es la voluntad de los Estados y de los Gobiernos que se sientan en las instituciones y en los organismos que cuentan y deciden.

Intentemos detener este tiro al pichón simplista contra tal o cual agencia u ONG como si se tratasen de empresas privadas que eligen libremente en el mercado. Los agentes humanitarios sobre el terreno, ya se trate del ACNUR, de la Cruz Roja o de la ONG más pequeña, son los héroes anónimos de los conflictos que devastan el mundo, y sería al mismo tiempo triste e injusto que, por añadidura, deban llevar el peso de las frustraciones gene radas por decisiones que se toman en otras instancias. Lo que es urgente, por el contrario, es que toda la comunidad humanitaria se implique en el debate fundamental que está sobre la mesa, sobre los principios y los valores que le son propios; y que muestre su determinación en su defensa ante toda interferencia externa a su mandato.

Salvar vidas humanas, aliviar sufrimientos son valores en sí mismos, y nunca son inútiles. Me gustaría que lo recordasen también los intelectuales que acusan a los humanitarios de alimentar las crisis y que fustigan, por ejemplo, a Médicos Sin Fronteras por haber adaptado el juramento de Hipócrates a la hora de la aldea global.

Se deplora la conversión en espectáculo de las miserias del mundo, la CNN-ización de la muerte en directo. Se trata de un debate falso. ¿Acaso habría testigos para las grandes tragedias de esta época infeliz sin los humanitarios y sin los medios de comunicación? Recuerden que los 66 escenarios de operaciones humanitarias representan otros tantos conflictos en curso, inacabados u olvidados, y donde los civiles son rehenes o víctimas inocentes. Esto representa 25 millones de refugiados y un número similar de personas desplazadas en el interior de sus países.

Pero no hay una "solución humanitaria" a los problemas políticos o militares. No existe una política de lo humanitario. Insisto: no es el humanitario quien alimenta la crisis. He aquí la diferencia con la política.

Los valores y los límites de nuestra acción son, como ven, las dos caras de una misma moneda. Son hasta tal punto inseparables que la acción humanitaria, utilizada un día por los responsables políticos como la mejor coartada para justificar su pasividad se convierte en un obstáculo incómodo que corre el riesgo de hacer capotar las estrategias de la realpolitik.

Durante dos años, por ejemplo, en los Grandes Lagos se ha reclamado y financiado la presencia masiva de la maquinaria humanitaria. En los últimos meses se ha hecho lo imposible para impedir o al menos retrasar la presencia masiva de esos testigos, a veces incómodos, que somos nosotros.

Emma Bonino es Comisaria europea para la ayuda humanitaria.

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