Pero ¿qué le pasa a Felipe González?
Aunque recibido entre el desdén de sus mayores y la condescendencia de sus más cercanos competidores, Felipe González se reveló en sólo unos años como un temible adversario político. Líderes históricos tan experimentados como Rodolfo Llopis y Santiago Carrillo sintieron muy pronto cómo aquel "joven sevillano", saludado con displicencia o con sonrisas, les pasaba por delante sin pedir permiso. Luego, los que pretendieron mantener abiertas sus tiendas de socialismo popular o convergente no tuvieron más remedio que ir cerrando, o adosándolas a la pujante mansión del PSOE construida por aquel advenedizo.La energía centripetadora del espacio político desplegada por Felipe González no habría de agotarse en esa empresa. Sin necesidad de ociosas comparaciones sobre qué político ha sido más genial en la historia de España, corresponde a González la marca de haber ganado más elecciones consecutivas que ninguno de sus predecesores. La clave del éxito radica quizá en ese don que caracteriza, según Isaiah Berlin, al tipo de político capaz de captar la combinación única de hechos dispersos y contradictorios que constituyen una situación particular y percibir rápidamente lo que, enfrentado a esos hechos, va o no a funcionar. No consiste en un conocimiento exhaustivo de ciencia o filosofía política, tampoco en una especial capacidad para la abstracción y el análisis o en una depurada sensibilidad para el arte y la literatura. Berlín lo define como "practical wisdom, practical reason", una sabiduría y una razón práctica, casi sensual, que no somete los hechos a leyes ni ideologías sino que los integra en una síntesis percibida inmediatamente como adecuada a la realidad.
González ha crecido sobrado de esa sabiduría práctica desde que apareció en la vida pública allá por 1969. Lo que decía, las políticas que proponía, suscitaban Más adhesión que rechazo, de tal manera que su voz y su talante parecían expresar lo mismo que sentía y a lo que aspiraba un amplio sector de la sociedad. Pero desde que salió del gobierno, esa razón práctica, muy disminuida en los combates de la última legislatura, parece haberle abandonado o así al menos lo siente parte de un público que en fechas no muy lejanas estaba dispuesto a prestarle su apoyo y que hoy reacciona con una mezcla de sorpresa e incredulidad ante los modos adoptados desde la oposición. Sorpresa, porque un discurso político caracterizado hasta hace bien poco por su capacidad integradora se ha convertido en un toque de corneta para proceder a un deslinde radical de campos: o conmigo o contra mí. Incredulidad, porque nadie puede imaginar que con tales formas consiga González repetir el logro central de su política, sumar adhesiones más que incitar rechazos.
Pues el problema consiste en que la materia sobre la que versa este tipo de oposición multiplica los efectos de desestimiento y lejanía provocados por el lenguaje de radical confrontación en la mayoría social antes inclinada a depositar en Felipe González su confianza. A González puede asistirle todo el derecho del mundo para responder a la inicua ofensiva desencadenada desde ese conglomerado político-mediático que tiene en Álvarez Cascos su más vociferante portavoz, pero nadie va a saltar a una trinchera porque un juez esté o no descerebrado y un periodista sea más o menos canalla. Ese tipo de lenguaje es propio de reyertas, como si se tratara de ajustes de cuentas entre políticos y periodistas que no guardan relación con la realidad de la vida, con aquellos hechos sobre los que Felipe González proyectó en momentos decisivos de nuestra reciente historia su sabiduría política. Son asuntos que se perciben ajenos, que sólo a ellos les conciernen y en los que definitivamente los ciudadanos no se implican. Tan contradictorio parece todo esto con su anterior razón política que la gente comienza a cavilar si tal vez a González le pasa algo, aunque nadie sepa muy bien qué demonios le pasa a González.
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