Piedad, señor alcalde, contra el ruido

Désele a un español algo con qué hacer ruido, sea lo que sea, y podrá volver tarumba a quien esté a su lado. Como esto de meter ruido no parece molestar demasiado a la mayoría de sus congéneres, crece de día en día el estruendo en nuestras ciudades. Al menos en Madrid.En lo que sería una secuencia de película de Luis Berlanga, he llegado a imaginar al señor alcalde en su despacho con las ventanas abiertas al estruendo madrileño, hablando a voces con los concejales y todos ellos encantados de la vida, pareciéndoles quizá que todo ese ruido es el propio de una gran urbe moderna, sin el cual Madrid no sería nada, sólo un pueblo muerto.

Aunque para remediarlo ahí están el adolescente imberbe del escape libre o semilibre, el conductor de ambulancia que haciendo sonar la sirena se siente el rey -que no hay tal urgencia seguramente-, y lo mismo el coche del 092, con los señores guardias que quizá no tengan tanta prisa, y, aunque la tuvieran, ¿es necesario ese volumen brutal de las sirenas y esos aullidos intercalados que le ponen a uno al borde del infarto?

Piedad, señor alcalde y señores concejales; detengan a ese adolescente del ciclomotor rompetímpanos, a ese pequeño canalla que goza con el tormento de los demás.

Moderen, por favor, esas sirenas y el resoplido asmático de los autobuses de la Empresa Municipal de Transportes.

¿Por qué dejar que estas cosas nos arruinen la ciudad, ahora que habíamos comenzado a quererla los madrileños, aunque menos probablemente de lo que cuentan de Barcelona, que cada día sus habitantes la sienten más suya y la cuidan, y es, con diferencia, mucho menos escandalosa.-