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Tribuna
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El callejero

A fin de no caer en las execraciones del ocio, y dado que durante el último, largo puente que inauguró el mes de mayo, estaban cerrados muchos bares, tabernas, restaurantes y la casi totalidad del comercio, unido a la aflicción nacional de que faltaran partidos de la Liga de fútbol y no existir el descodificador que aclare las alborotadoras tertulias televisivas -donde nadie atiende al moderador, no se escuchan entre sí y maldito lo que importan sus chismes-, en esa situación di en ojear una guía urbana de nuestra ciudad. La edición es algo atrasada (1993), incompleta, y el copyright de sus datos está atribuido a. un señor.Bien. Madrid tenía 12.996 calles, plazas, paseos -que habrán aumentado- y unos puntos suspensivos que, con paciencia, me propuse enumerar para ustedes y el remedio de la ignorancia en que he vivido casi tres cuartos de siglo. Tenemos arroyos, atajillos, avenidas, caminos; 24 callejones, nueve costanillas, escalinatas, pasos, rondas, travesías y vías. He reseñado solamente el elenco de glorietas, pasajes y travesías, que detrás de las calles y plazas son lo que más abunda. La glorieta es plazuela redonda ' ubicada en un jardín, donde suele haber un cenador y allí se come y se toma el fresco. Eso antes, claro. Salvo la del Ángel Caído -en el Retiro-, la de San Antonio de la Florida y la del Maestro -en el parque del Oeste-, dudo que haya otras que reúnan esas condiciones. Las demás están sumergidas en el asfalto, y son raras las que mantienen la forma circular. Una de las más conocidas, la de San Bernardo, es completamente desconocida, pues se llama oficialmente de Ruiz Jiménez, en la ruta de los antiguos bulevares, denominación también desaparecida, nadie sabe por qué. Allá va: hay -salvo error u omisión, como cautamente advertían los contables- 84 glorietas, 87 pasajes y 136 travesías. Una sorpresa.

En esta ciudad, edificada sobre colinas, viajes arenosos y vaguadas, abundan las cuestas, escalinatas y subidas; el origen pueblerino y pastoril perdura en las sendas, senderos, torrentes y rieras. El asomo intrigante de la Corte se manifiesta en los pasadizos, postigos y angostas. De siempre dio Madrid la impresión de haber sido construido aprisa y corriendo, sin planos ni planes a largo plazo, imprevisiones que pagan las generaciones siguientes. Cabe duda de que alguien haya tenido jamás en cuenta el itinerario de los vientos dominantes y la ventilación de la Villa, frustrado el eje norte-sur, con el sinuoso paseo de la Castellana, hasta el viaducto; la gibosa Gran Vía, que hace un regate en Las Ventas y se desliza, por Goya y aquellos perdidos bulevares, hasta Rosales y el socavón que antecede a la cuesta de las Perdices.

La orografía madrileña pudo ser soportable sin la intervención o la desidia -extremos que se tocan- de las desafortunadas políticas municipales y urbanísticas. Tiene, reconozcámoslo con amor, más belleza que fealdad, aunque, como acontece con un rostro hermoso, la nariz desmesurada -por muy coartada picassiana que se quiera- o el ojo de bitoque que mira contra el Gobierno quedan en gran evidencia. Denominaciones bonitas: las costanillas de los Ángeles, de los Desamparados; paseos de los Melancólicos, de los Pontones; la glorieta de las Pirámides, tan extravagantemente traído; el pasadizo del Panecillo, el callejón de los Milagros, el pasaje de la Alhambra, alternan con otros nombres feos, desafortunados.

Dentro del próvido vientre de la ciudad se encuentran -casi desconocidos para buen número de madrileños- los varios parques, el Botánico y otros jardines, los cementerios superpoblados y las discretas y acongojadas sacramentales. Cuatro estaciones de ferrocarril, un aeropuerto insuficiente; 114 museos, bibliotecas, academias, colecciones públicas, privadas y empresariales; palacios, 11 universidades; el Parque de Atracciones y el Zoo, teatros -pocos, la verdad-, cines, auditorios de música y discotecas. Ese ridículo río, que nadie sabe qué hacer con él, si embalsarlo a la llegada o taparlo de una vez. Son curiosos y variados los nombres de ese tejido anatómico, tan antiguo y desconocido, tan pujante y nuevo, que despista al más concienzudo de los taxistas, embrolla el callejero y por él transitamos como quien no quiere la cosa.

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