Ni con Kemal ni con Alá
Turquía no es Irán ni Argelia. Nos lo recuerdan todos los ciudadanos laicos de Turquía, su poderoso Ejército y sus intelectuales europeístas. Observan desesperados cómo surgen entre los pobres generaciones de creyentes fanatizados, predestinadas a perseguirlos y con vocación de castigarlos con la muerte por no ser como ellos. Es cierto, en gran medida. Aunque también en Argel y Orán se aseguraba -intelectuales, políticos, comerciantes- que Argelia no era Irán. E incluso en Irán, antes de 1978, eran muchos los que consideraban una pura gamberrada de la historia los acontecimientos que llevaban a una serie de analistas extranjeros a augurar a aquel gran país una amenaza islamista seria en pleno fervor modernizador bajo el Sha.Y sin embargo, la efervescencia del islamismo militante en una inmensa franja territorial que va desde la costa atlántica hasta las regiones occidentales de China es un hecho que ya ha transformado profundamente el mundo contemporáneo. Supone un riesgo para la modernidad en términos generales. Pero también y ante todo para las sociedades libres y la suerte de todos y cada uno de sus ciudadanos en particular.
Con todo el respeto que merece -como todas las religiones y cultos- el islamismo como credo, la versión política de su mesianismo supone inequívocamente una amenaza totalitaria. Como lo era el catolicismo medieval o contrarreformista y el nacionalcatolicismo tan conocido y sufrido por estos pagos.
Turquía sufre bajo la plaga de las inmensas contradicciones que confluyen en aquel Estado a caballo entre dos continentes. Es un país con vocación europea, instintos asiáticos y costumbres árabes. Es rehén de los complejos de quien fue un gran imperio y dejó de serlo por un proceso de descomposición interna. Su regeneración fue encabezada por un hombre genial e insustituible, Kernal Atatürk, al que se jura aún oficialmente Fidelidad, cuando se sabe perfectamente, en todas las instancias, en todos los lugares, con su retrato omnipresente en Turquía, que su legado es ya tan obsoleto como las arengas a sus tropas del gran visir Kara Mustafa en el asedio a Viena en 1683.
Las paradojas son muchas. La democracia turca ha abierto las puertas del poder a una ideología -más que una fe- cuyo fin manifiesto es abolir el sistema democrático. Su Ejército, con larga tradición golpista, insinúa sin cesar que puede creerse obligado a dar un golpe militar para salvar a la democracia civil de la amenaza religiosa.
La lucha de civilizaciones existe, creamos o no en proyecciones apocalípticas de la misma. E igual que las democracias occidentales tenían que defender a la sociedad abierta de mayoría islámica de Bosnia frente a la agresión tribal y pararreligiosa de los serbios Karadzic y MIadic, tienen que ayudar a desactivar la amenaza religiosa del fanatismo islámico que pende sobre la república laica turca. Las democracias, o son laicas o no son. Y ayudar a Turquía hoy no es advertir al Ejército de que no debe embarcarse en una aventura, el golpe, en la que no se va a embarcar. Es ayudar a los partidos democráticos a que se lancen a la aventura, no menos difícil, de limpiar el aparato anacrónico y corrupto del Estado, que tan vulnerable es a los chantajes del integrismo.
La población turca apuesta, en su inmensa mayoría, por la sociedad abierta. El éxito de los islamistas se debe a la división de los demócratas y a la putrefacción del aparato del Estado. Europa puede ayudar. No prometiendo una integración a la UE, hoy imposible, sino ayudando a los demócratas y marginando a islamistas y a quienes desde la corrupción los ayudan. Es decir, a los que todavía mandan.
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