Mujer y cascote
A las seis y media (anteayer en Barcelona), la mujer levanta a su hijo: ya tiene la leche en la mesa. A esa misma hora, el cascote recibe el aviso, el último, del viento.La mujer entra y sale de la ducha en una ráfaga: la costumbre. Es inaudible, pero en la fachada se está produciendo un movimiento febril: nadie toma decisiones, es cierto, pero la cal se resquebraja y hace ya demasiado tiempo que la arena fijó el revoque.
La mujer, todavía con agua en el pelo, observa cómo el hijo traga la leche: hoy no tontea y piensa ella que los hijos van a rachas, o será la hora anhelada de deporte que le espera. El cascote sigue en lo alto: el viento bate la ciudad de arriba abajo y deja una luz aguda, limada.
La mujer elige su ropa sin miramiento: hay algo tendido que mejor le iría pero quién coge ahora la plancha. En. ese punto de la vida, el cascote tiembla: adosado a una ciudad muy vieja, trabajosamente renovada, a una ciudad grande y brillante, propagada, pero llena de anónimas zonas muertas.
La mujer cierra la puerta. Ya consta un polvillo muy fino sobre la acera.
El día es tan bueno y tan hondo, los trámites mañaneros han resultado tan fluidos, que la mujer y su hijo van al colegio por el camino largo: siempre hay más de un camino. La fachada tiembla, la fachada presenta un fallo general orgánico, pero sigue sin saberlo: es lo que irrita de las fachadas: su profunda ignorancia.
Al doblar la esquina, el hijo tiene un reflejo. Al doblar la esquina cede el último hilo de piedra. El reflejo era salir corriendo, los brazos en aspa contra el viento, y animar a la madre para que también corriera. El cascote va abajo. Pero ella no está dispuesta, y sin madre, bah, adiós carrera.
El cascote baja y la mujer presenta la sien despejada.
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