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Tancredo urbano

Lo tuve delante a lo largo de casi media hora. Género masculino, pocas mujeres se dedican a esto, aunque haylas, pues suele ser tarea solitaria, lo que no impide la cercana presencia del socio que vigila la llegada de los guardias o la de los rateros, que hay que ver cómo está el mundo, Señor. La cara enharinada, como es de rigor, y vestido aquél con un heterodoxo ropaje de arlequín, negro y blanco, clásico y a la vez de diseño, rematado por un capirote puntiagudo, con orejeras, que le dan un aire a bufón de luto, más bien de alivio de luto. Tras una flexión, se encarama hasta el banco callejero y, tras unos minutos de inmovilidad absoluta, para llamar la atención, comenzó a agitarse con gestos sincopados, rápidos, mecánicos, como si se moviera a gritos inaudibles. Gesticulación poco ortodoxa, quizá quisiera significar algo que fui incapaz de entender, aunque me lo propuse.Al cabo de un largo rato y con escaso éxito de público y flaca recaudación, desciende del municipal estrado, recoge la entreabierta bolsa y los pocos óbolos y desaparece por la, izquierda, no sin antes lanzarme una furtiva mirada cargada de sospechas. Me encontraba sentado en otro banco cercano y a lo largo del exordio constituía la totalidad de los espectadores estables. Partió a grandes pasos, agitando el capucho rematado por cascabeles. Creí terminado el fugaz espectáculo, pero hele de vuelta, destocado; se acomoda, a la oriental, y de la bolsa, que es su guardarropa, taquilla, decorados. y, supongo, afeites, saca el bocadillo, que acaba de adquirir con las primeras ganancias de la jornada, junto a una lata del refresco americano. ¡Buen ejemplo y costumbres antialcohólicas! Ha tomado posesión del asentamiento, que dudo sea permanente, a tenor de la transhumancia de su arte.

El refrigerio consume apenas diez minutos. Echa un cigarrillo y apura la coca-cola, cuyo envase deposita, con urbanidad, en la cercana papelera. Embute el capirote y brinca de un salto gimnástico al mismo banco, donde reanuda la segunda parte de la función, tras unos breves ejercicios de lo que los locutores deportivos califican de precalentamiento, con esa ociosa partícula prefija. Yo cambio discretamente de postura, para darle confianza y no distraerle, pues no me quita ojo. Se echa de ver que existe un boceto de guión, un argumento, aunque sospecho que nadie lo ha seguido jamás. No importa. Los movimientos están cuidadosamente deshumanizados; brazos, hombros, caderas y cabezas se rigen por aparentes impulsos que no cesan en su deliberada secuencia, aunque no pase nadie o los paseantes finjan no ver al ser absurdo, ni reparar en sus estrambóticas morisquetas. Caen pocas monedas. Algún viajante que le percibe de lejos ha metido la mano en el bolsillo para atrapar esa pieza que arroja casi sin detenerse. Un joven matrimonio -aventurada deducción, pues pueden ser amigos, vecinos, hermanos incluso, aunque pareja de hecho, en todo caso- empuja la sillita de ruedas donde un niño quiere satisfacer su curiosidad, aunque más bien parece la de los presuntos padres. Dejan una recompensa, que tintinea poco. La mayoría de los viandantes evita incluso cruzar con él la vista, como si se tratase de un chirimbolo más, animado de repente, y no fuera de buen gusto mostrar el menor interés. Un grupito de muchachos atenúa el paso, considerando con perpleja curiosidad las contorsiones de aquel otro parado, con la cara pintada de blanco.

Son tan raras las aportaciones en metálico que el mimo las agradece doblándose en una reverencia que le transforma en ángulo recto, postura en la que permanece hasta que el donante se aleja. La generosidad va por rachas, y se repite la de algunas señoras de cierta edad: abren el monedero para ayudar al joven que acaso les recuerda al familiar que está lejos, está en la cárcel o ya no está. Fascinan estos dontancredos urbanos, llenos del vigor preciso para afrontar el esfuerzo de no hacer absolutamente nada, que aprendieron el arte en la universidad de las esquinas y son como titiriteros congelados, pregoneros en un mundo de sordos. Le di más de lo que esperaba y menos de lo que merecía. Su voz, con pocas ocasiones de relacionarse con el prójimo, articuló: "¡Gracias, caballero!".

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