Rugidos en el tenis
Cerca de mi casa hay tres pistas municipales de tenis en las que desde tiempo inmemorial se marcaba un poco el ritmo de todo el barrio. Frontera en la encrucijada de la vivienda, el comercio, el transporte y la política -pues las pistas lindan con una estación de metro de nombre imperial y un registro civil al que los viernes acuden las parejas a casarse de domingo-, el metrónomo de las pelotas nos daba la pauta de una existencia casi rural, un poco de extrarradio, a punto del club campestre, pero sin un gramo de esa tontería que inevitablemente se respira en los clubes desde un kilómetro antes de llegar -ésa es de hecho la condición que ponen los más tontos para hacerse socios-, y en las proximidades de muchas pistas de tenis, sobre todo desde que se supo que también ahí uno se puede forrar. De modo que esa falta de esnobismo tenístico revalorizaba las nuestras. Sólo una nube: un gimnasio muy, pero que muy pijo en el que ejecutivos y ejecutivas de todas las tribus urbanas por encima de ocho millones al año procuran combatir la fofez y el aburrimiento. Pero entonces sólo se les veía al entrar y al salir, y no hacían daño. Pues bien: algo debió de suceder en una esquina oscura del municipio y algún poderosillo decidió dejar su marca en la historia, una tentación' frecuente entre quienes tienen transporte oficial, aunque sólo sea una bicicleta o siquiera un bono-bus: cuando los dos primeros tenistas aparecían un sábado como éste en la pista 1, y otros dos lo hacían en la pista 3, para entre los cuatro ir despertando suavemente al barrio, llamándole al baño sabatino, el periódico y el café, al ritmo de lento pasodoble de sus bolas amarillas, por los extremos de la pista 2 -en el centro, para que no hubiera equívocos- aparecieron dos escuadras de guerreros con el aspecto no de pretender despertar a nadie, sino de arrojar a la gente de la cama y hacerle marcar el paso.
Y así fue: durante todo el día, las dos escuadras se trenzaron en un combate que sólo deshizo el hundimiento del sol y dejó al barrio estremecido. "¿Habíamos oído bien?", nos preguntamos unos a otros cuando se fue acallando el eco del combate. Pues sí, comprobamos: habíamos. Pero como era un otoño mesetario y el domingo nos despertó la llamada de los seis peloteros en las tres pistas- campanario, lo abonamos al inventario de las sorpresas madrileñas y durante la semana se nos fue pasando el susto.
De lo que se deduce otra vez que el que no se engaña es porque no quiere. Pues los invasores habían abandonado, como caballos de madera, la promesa de que volverían: un par de redes de tamaño considerable, tejidas con sólido hilo para grandes peces, y de ojo apretado, por el que no pudieran escapar los alevines.
Y en efecto: el sábado, a la hora señalada, las dos escuadras se volvieron a enfrentar en medio de un espantoso rugido que nos hizo saltar a todos de la cama, cerrar las contraventanas, y sólo entonces asomarnos prudentemente a las rendijas. Pudimos así ver que los invasores no sumarían más de veinte o treinta, jaleados por otros cuantos más desde las bandas, y que eran, muy agresivos, quienes más gritaban, insultaban, blasfemaban por enigmáticos motivos. Eso era quizá lo más inquietante: esas cóleras y alaridos causados por unos sucesos a la postre bastante simples que transcurrían en la pista convertida en campo de batalla. Lo demás fue lo previsto: guerra de gritos hasta la caída del sol en el horizonte quebrado de la ciudad.
Con la repetición del ritual comprobamos, progresivamente angustiados, que los sábados bélicos tendían a prolongarse los domingos, y también a expandirse: los tenistas de las pistas aledañas, que habían resistido por una cuestión de principio, comenzaron también a vociferar, a traer bolas más pequeñas y contundentes y a reforzar la eficacia de sus raquetas. Ahora son de acero reforzado y pueden ser utilizadas como mazas.
Y otra cosa: también las señoras del gimnasio dejan ahora oír frenéticos ritmos de tambores de discoteca, rugen tras los muros con una furia que nadie les sospecharía agazapada en sus músculos de diseño, y al salir a la noche tibia les brillan los ojos y los dientes en muecas que asustan a sus amantes y a los niños.
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