Llega Blair
EL REINO Unido produjo esta madrugada un nuevo fenómeno para la izquierda británica y europea: la contundente victoria de Tony Blair y la opción que representa su Nuevo Laborismo. La escala de su triunfo indica que no estamos sólo ante una derrota de los conservadores, sino ante un arranque espectacular del que en unas horas se convertirá en nuevo primer ministro. En el aire del 10 de Downing Street, donde entrará esta tarde, persistirá aún un cierto aroma de thatcherismo: el que ha impregnado la política británica, dominada por el Partido Conservador durante los últimos 18 años. Todo un éxito para los tories que ayer tuvo su fin.Ni Blair ni la mayoría de los británicos parecen querer renegar de los aspectos positivos que han traído consigo la llamada revolución thatcheriana, continuada por John Major. En estos años, la economía británica ha recuperado competitividad, ha crecido y creado empleo; Londres ha vuelto a ser una capital puntera. Thatcher logró, además, quebrar el excesivo poder de unos sindicatos que se habían convertido en un freno a la modernización. Y al hacer esto, permitió que, a su vez, unos años después, el laborismo se liberara en gran parte de la impronta sindical.
Sin embargo, el thatcherismo y la política de los conservadores en los últimos años tienen un lado oscuro que también explica la victoria de Blair. El Reino Unido es hoy una sociedad fracturada, en la que ha crecido la desigualdad: los ricos se han hecho más ricos, pero los pobres, también relativamente más pobres. Es verdad que se han creado 900.000 empleos en los últimos tres años y que la tasa de paro, ligeramente superior a un 6%, es una de las más bajas de la Unión Europea. Pero muchos de estos nuevos puestos de trabajo se caracterizan por la precariedad, y las diferencias salariales entre los mejor y los peor pagados han aumentado.
En este país, además, el thatcherismo ha mermado la democracia municipal. Y se han desarrollado con exceso las llamadas quangos, comisiones cuasi-no gubernamentales, supuestamente independientes, pero que regulan sectores cada vez más importantes de la vida económica, en detrimento del control democrático.
Una nueva fase puede abrirse ahora con el Nuevo Laborismo de Tony Blair. El joven dirigente pretende representar otro modelo de radicalismo, antes que otro modelo de izquierda. No es el único. En Alemania, el socialdemócrata Gerard Schröder empieza a representar una opción parecida. A juzgar por su programa y por su discurso, Blair dista de propugnar un continuismo del thatcherismo. Pretende su superación y una corrección de rumbo. Así, por ejemplo, no cuestiona las privatizaciones de los conservadores, pero propone introducir un muy discutido impuesto especial sobre los beneficios de las empresas privatizadas, con el que financiar un ambicioso programa para dar empleo a 250.000 jóvenes. Sus prioridades son la mejora de la enseñanza y de la sanidad públicas, pero también una revisión del Estado de bienestar.
Es en el terreno político donde sus propuestas son más radicales: cambio del sistema electoral mayoritario en favor de uno proporcional, como ha pactado con los liberal-demócratas; recuperación de la vida municipal; descentralización en favor de Escocia y Gales, y fin del carácter hereditario de los lores tradicionales.
En cuanto a la espinosa cuestión europea, el grito de" I want my money back!" ("¡Que me devuelvan mi dinero!"), lanzado inicialmente por Thatcher para lograr una aportación más equilibrada a las arcas de Bruselas, repercutió no sólo con éxito en el continente, sino también entre los británicos, y en particular entre los con servadores, generando un creciente movimiento euroescéptico que ha abierto una fosa política en la que ha caído Major. Cabe esperar algo más de europeísmo, aunque no demasiado más, por parte de Blair, y sobre todo una política europea clara, con capacidad para pactar, y no sólo para oponerse a los proyectos de integración, como el último Major.
Tony Blair puede estar satisfecho, porque, además de haber vencido, también ha convencido. Neil Kinnock lo intentó en 1992, pero fracasó en el último momento por falta de credibilidad. Blair, que sucedió fortuitamente a John Smith, sucesor de Kinnock al frente del laborismo y que falleció en 1994, se ha ganado esta credibilidad. Tras estas seis largas semanas de campana electoral, a Blair le queda ahora lo más difícil: empezar a gobernar.
Enfrente, el Partido Conservador va a entrar en una época de intensa turbulencia interna, de la que tardará en salir, en busca de un nuevo sentido y un nuevo líder para sustituir a Major, un político hábil pero gris. ¿Se acordará alguien de Thatcher entonces? ¿Cuánto perdurará su intenso aroma?
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