Contrachapados
Según el informe anual de la Unidad de Investigación de Accidentes de la Policía Municipal, durante 1996 se produjeron en Madrid 18.119 accidentes de tráfico, lo que significa una media de 50 al día. 0 más en corto: de uno cada media hora. Señala también el informe que entre los conductores implicados, 807 se dieron a la fuga después del accidente, de manera que el año pasado pulularon por Madrid 2,2 individuos sin honor que cada día lesionaron a alguien o abollaron la chapa de otro coche antes de desaparecer entre las calles.No me extrañaría, además, que estos hijos de la gran chingada estén considerados en sus ambientes como ciudadanos de bien, padres ejemplares y todo eso, y que incluso vociferen por ahí y critiquen con saña al concejal de turno. Asimismo, el informe indica que los muertos fueron 87 (uno cada cuatro días, la mitad de ellos peatones), lo que hace del tráfico el asesino de urbanitas más metódico, regular y concienzudo que haya existido jamás.
Y pese a todo, viendo lo que se ve por ahí, sorprende que estas cifras no sean más altas. Ignoro si es una cuestión de educación, de talante o de estupidez adquirida, pero muchos de ellos, tal vez el 60% o el 70%, conducen como auténticos mandriles. Según he podido apreciar, las mujeres están mentalmente mejor preparadas para estas faenas. Meten la pata, se despistan y sofocan al peatón como cualquiera, algunas hasta parecen desconocer que comparten la calzada con otros coches, pero no hacen de sus cuitas un asunto de honor y tampoco entran al trapo por una menudencia.
Los varones, por el contrario, se pican a la menor oportunidad: son voraces, injustos, agresivos, maleducados y farrucos, y todos cuentan con un gran sentido del humor, ya que se consideran a sí mismos estupendos.
El vocabulario de estos señores es de contenido grueso, por así decir, pero no muy variado: "¡Cabroooón ... ! ¡Joputa! ¿Pero no ves que no cabes? ¡Cago en la ...! ¡Por mis cojones que no pasas!". Y alegrías de este tipo que han aprendido unas calles más abajo, cuando se las dirigían a ellos.
Los pasos de cebra son su especialidad; su territorio favorito. Ocurre que los peatones no tienen chapa que los recubra, y eso cuenta mucho a la hora de rehuir un cuerpo a cuerpo con el automóvil, por más que se tenga derecho a cruzar.
Y si acaso alguno admite el duelo y se niega a retroceder, los conductores acaban frenando, cierto, aunque justo a 10 centímetros del cobaya, rabiosos y con un gesto torvo que parece decir: "Te espero a la próxima".
Por otra parte, tampoco se puede decir que entre ellos practiquen la solidaridad. No deja de resultar curioso observar cómo se desenvuelven en los embotellamientos. Se lían, resoplan, rugen, empujan, bloquean los cruces, y cualquier día, lo aviso, se van a hacer un ocho y les va a resultar imposible salir de allí. De lo cual me alegraré.
Pero es en los semáforos donde mejor se conoce la verdadera faz de esta gente. Los automovilistas odian los semáforos (parados, sin tracción, se sienten como en pelotas) y de ahí que desahoguen sus frustraciones hostigando a cualquier vejete rezagado que trata de llegar a la acera perdiendo el aliento. Cierto que muchos peatones, en contrapartida, son unos tramposos y cruzan cuando no les corresponde, pero eso no justifica una venganza tan mezquina.
Definitivamente, el vejete no era culpable de nada. Y esto demuestra que no conviene provocar a los motorizados: son oblicuos de mollera y encima llevan carrocería, una combinación peligrosa como pocas.
Por eso, cuando nos topamos con un conductor (perteneciente a ese 30% silencioso) que se muestra amable y paciente, que se detiene aunque no sea su obligación, que nos anima a pasar, que incluso nos hace un gesto para tranquilizarnos y explicarnos que él es de fiar, entonces, por eso, no es raro que empiece a temblarnos la barbilla, que se empañen nuestros ojos y que en un arrebato de gratitud sintamos el impulso de plantarle un beso en el chasis.
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