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El fin de la identidad

La idea de que el mundo definitivamente se ha agotado se cumple cuando al visitar la isla más remota aparece un nativo bebiendo Pepsi-Cola. La tarea de globalización en la que se encuentra acunándose la humanidad coincide con este paisaje de nirvana que han extendido la omnipresencia de las grandes marcas. Desde Nueva Orleans a Nueva Zelanda, desde Xian hasta Jaén, todo el mundo bebe los mismos refrescos, come Kentucky Fried Chicken, que también es de la Pepsi Co.; aprecia las Reebok, las Nike o Adidas; mira la televisión a través de un Sony; aspira a un frigorífico de General Electric; compra la ropa de Zegna o Ralph Laurent; ve los escaparates de Donna Karan o de Calvin Klein; tiene secadores Philips; no le extraña la palabra Microsoft; hace fotocopias con Rank Xerox; juega al tenis con Wilson; puede hacer operaciones con el BNP, y desayuna con Kellogg's. Cada cual habla un idioma diferente pero sabe que su diferencia debe ser convalidada por el inglés general. Sabe más: Sabe ya que su diferencia es indiferente o que la distinción sirve para convalidarla, cuando llega el caso, como una marca más en la transacción mundial, nacional o de la zona.De la misma manera que todas las marcas son diferentes y a la vez son sólo signos ligeros, las culturas de los pueblos han ingresado en una órbita de permutabilidad que las hace equivalentes en el tráfico de las indiferencias. Con ello, el sistema de los signos ha transformado los sentidos de la totalidad política, social y cultural. De hecho, cuando hoy una colectividad vindica su identidad y tanto cuanto más empeño pone, más carga económica esconde en su pugna. Desde los catalanes a los checos, el deseo de ser reconocidos como diferentes se relaciona con el deseo de ganar valor en los intercambios. Si todas las marcas fueran iguales bajarían inmediatamente de precio y de valor. Si hay café para todos se devalúa la importancia del nombre y su ventaja. Pero la marca no es, en realidad, nada o casi nada; los pueblos son cada vez más iguales, adoptan el mismo sistema capitalista, los mismos valores, se fijan casi las mismas metas; sus características las normaliza cualquier estadística del Banco Mundial o cualquier otro organismo superior de cálculo omnipotente.

Las diferencias entre objetos, entre culturas, entre personas son progresivamente signos. E incluso, como sucede con los objetos-signos, pueden combinarse entre sí. En China he visto jóvenes con el crucifijo colgando del pecho no porque hubieran abrazado el cristianismo, sólo porque imitaban a Madonna. Paralelamente, en Occidente, las medallas taoístas del ying-yang o la práctica del ti-chan cumplen la misma función decorativa. Todo el turismo de nuestro tiempo ha logrado mediante su tratamiento mercantil extraer de cualquier hondura sólo los signos propicios para explotar la visita de los excursionistas. Como nunca, cada comunidad presume de sus diferencias, pero, simultáneamente, nadie puede creer en su profunda identidad. Los símbolos son demasiado pesados para circular a la necesaria velocidad de nuestro tiempo.

Las banderas que se enarbolan, las tradiciones que afanosamente se recuperan, los museos históricos locales que se inauguran con furor, no son sino la muestra de una realidad perdida. Vestigios o coartadas melancólicas. La diferencia sólo necesita enfatizarse cuando es difícil de ver, como la fe siempre es más fuerte cuando se refiere a lo invisible. Desde una punta a otra del planeta, lo manifiesto es el reino de las multinacionales, que han transformado algo más que el negocio del consumo y la inversión. Lo que se comprueba desde los entronizados shopping-centers de todo el mundo es la conclusión de la categoría simbólica y diferencial. Todo es ya homologable, y a eso se llama globalización. No es el fin estricto de la especie, pero sí el fin de la especificidad: la conversión de lo esencial en anecdótico, de la tradición en espectáculo y, de lo que fuera sagrado, en souvenir.

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