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Los planes de Tony Blair

El Nuevo Laborismo ha abandonado los viejos principios y acepta la modernidad tal como la ha definido el 'thatcherismo'

La teoría convencional sobre lo que puede pasar hoy en las urnas británicas es la de que sólo un milagro salvaría al Partido Conservador de una fuerte derrota ante el Nuevo Laborismo de Tony Blair. Pero, sería más correcto decir que haría falta que los encuestados durante estas últimas semanas, hubieran mentido masivamente a los institutos de opinión, que los encuestadores no supieran contar o que los sondeos se hubieran dirigido a las personas equivocadas para que así fuera. El milagro sería, por tanto, que las encuestas erraran, no los electores.Los sondeos parecen probar, en todo caso, que la sociedad británica ha cambiado en los pasados 18 años de revolución thatcherista. La desintegración de los valores tradicionales de clase, la instalación duradera en el poder de las franjas medias, de lo que la propia señora Thatcher y su sucesor, el aún primer ministro John Major son ejemplos, ha destruido gran parte de las antiguas lealtades de partido, promoviendo una masa mayoritaria de voto potencial flotante. Cualquiera puede ser hoy tory y mañana labour, y casi todo el mundo es liberal-demócrata, aunque casi nadie vaya a votar al partido de Paddy Ashdown.

Ello explica también la aparente falta de entusiasmo por unas elecciones que la prensa ha calificado de las más decisivas de las últimas décadas, las del posible cambio de guardia. Muy pocos votarán con arraigadísimas convicciones -salvo el contingente tory que lo haga contra Europa, si es que eso merece el dignificado calificativo de convicción- sino por intuición de conveniencia. Una sociedad desclasada es menos tory, y más susceptible de atender a la llamada del profeta de los sin clase, el nuevo Tony Blair.

Por ahí puede llegar al poder ese Nuevo Laborismo que se caracteriza por rechazar las caracterizaciones. Sabemos lo que no es new labour: no es el antiguo partido, no es las nacionalizaciones, no es el poder sindical, no es el aumento de los impuestos, no quiere ser, en definitiva, el fracaso electoral de las dos últimas décadas. Pero, pese a la exquisita prudencia de no prometer casi nada, para que luego nadie clame desencanto, una vez en el Gobierno algo tendrá que ser.

Los conservadores sí sabemos lo que son. El partido que, pese a la escalada macro-económica del Reino Unido, que ha promovido una nueva clase de agresivos managers, y le ha quitado el afectado oprobio aristocrático a la pretensión de hacer dinero, también ha visto retroceder el país al puesto número 11 -a punto de caer al 12- en la clasificación de la renta per cápita de la Unión Europea. Apenas empatado con Irlanda, que le pasará según los indicadores, en 1998, el Reino Unido sólo supera hoy a España, Portugal y Grecia. En 1979, el primer año glorioso del thatcherismo, aún figuraba entre el séptimo y octavo lugar.

Y, sobre todo, sabemos que un líder conservador victorioso habría de ser aquél que parezca lo bastante derechista para conquistar el partido, y bastante menos, para conquistar el país.

Podemos anticipar también lo que es ese sucinto tercero en discordia, el Partido Liberal-Demócrata. Paddy Ashdown, perfil senatorial de moneda romana, es el único líder que es casi seguro que dice lo que piensa, a diferencia de Blair que se desvive en pensar lo que dice, o Major que ya sólo repite como quien se encomienda a santa Rita- "Europa federal" y "ésta es una nueva Batalla de Inglaterra". Pero lo que propone: descentralización, educación, sanidad, integración en Europa, aumento de la presión fiscal, o ya es plataforma laborista o no gana votos. Por ello será el gran favorito para quedar segundo en el corazón de la inmensa mayoría de los votantes. Pero lo malo es que esa suma de segundos puestos sólo da para quedar un distante tercero.

El escueto- sprint de Tony Blair hacia el poder comenzó, realmente, sólo en 1994 con la inesperada muerte del líder laborista John Smith, él mismo tan conservador como Blair, pero con esa redondeada bonhomía que difumina el sentido crítico del prójimo. Entonces había que definirse entre la continuación del antiguo labour, colectivizador e impracticable, o alguna versión de la modernidad.

Blair y su canciller del Tesoro en la sombra, Gordon Brown, eran los grandes representantes de la corriente modernizadora. Hasta entonces uña y carne, Jonathan y David, como aquí se dice, el actual líder laborista destruyó en un abrir y cerrar de ojos a su rival, aunque con la inteligencia de asegurarle un buen puesto en la carrera.

En estos tres años, Blair ha tenido tiempo de definir esa modernidad y el resultado es el de la montaña que parió un ratón. Su preocupación principal ha sido garantizar a todo el mundo que todo seguirá igual. No sólo se ha comprometido a no gastar un céntimo de más que los tories, sino que abandona la columna vertebral de cualquier pensamiento socialdemócrata: la redistribución de la riqueza por vía tributaria ya no es objetivo de esta izquierda, ni se anuncia por primera vez en la historia del labour ningún aumento en los gastos de educación y sanidad. Junto a todo ello, grandes declaraciones sobre el reconocimiento de alguna autonomía para Escocia y Gales y la transformación, sin prisa, de los Lores en Cámara elegida, no parecen más que la caligrafía de un programa, del que lo mejor que se puede decir es que se desconoce.

Esa fantástica campaña en la que, en los términos náuticos de un amigo, diplomático y marino, por ser el velero que las encuestas daban en cabeza, el líder laborista se ha limitado a mirar para atrás y hacer todo lo que hacía la nave perseguidora, con objeto de no abrirle ningún paso hacia la meta y robarle al tiempo el viento de las velas, es otro reconocimiento de que Blair acepta la modernidad tal como la ha definido el thatcherismo.

La verdadera disyuntiva, en 1994 o ahora, no era entre la dilapidada izquierda del honorable Tony Benn, 72 años, y amurallado en el disciplinado silencio del soldado, y la renovación, sino que ésta es la única alternativa posible, pero no necesariamente la misma que la de la señora Thatcher. Por eso, el periodista de The Observer, Martin Jacques, ha podido escribir que "Tony Blair es el mejor líder conservador desde Margaret Thatcher".

Ayer cerraba su campana el líder laborista con el visible nerviosismo de quien siente el pánico de vencer. Mientras que Major recuperaba la serena sonrisa del que ha hecho todo lo que estaba en su mano para no dividir más al partido, ya que no vencer en una misión, aparentemente, imposible. Éstos son los tiempos en los que los mejores programas hay que ir a verlos en el cine.

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