China, de la periferia al centro
La muerte de Deng Xiaoping ha hecho asomar en la prensa española una de las discusiones más interesantes y más importantes de nuestros días. Se trata del debate sobre el futuro de China y sobre la actitud de Occidente al respecto. La cuestión es compleja, donde las haya, pero se puede presentar diciendo que gira en tomo a dos posibilidades históricas muy diferentes. De acuerdo con una de ellas, el futuro de Asia será como el pasado de Europa, lo que viene a significar que estará marcado por tensiones sociales y guerras entre países del área. Según la otra, el futuro de Asia será como el pasado de Asia; es decir, tiempos de cierta estabilidad regional bajo la hegemonía china. Se discute sobre cuál de estas dos posibilidades es más probable y se discute también cuál de ellas es más deseable para Occidente.El punto de partida es que China lleva cerca de veinte años creciendo a un ritmo anual del 10%, que ya es la tercera economía del mundo (hay mucha confusión sobre las cifras de renta de China, pero un estudio del Banco Mundial dedicado al tema estima que la renta por habitante está en tomo a los 2.000 dólares en términos de paridad de poder de compra), que estos recursos le están permitiendo emprender una modernización militar y que al mismo tiempo que va transformando su economía está haciendo frente a un relevo en la dirección política del país. ¿Adónde conducirá todo esto?
Hay quienes ven a China como una dictadura comunista que viene sorteando con habilidad un colapso semejante al de la URSS, pero que al final no lo podrá evitar. O que, como última escapatoria, puede provocar un conflicto militar con Taiwan o con alguno de sus vecinos con los que tiene problemas sobre la soberanía de las islas del mar del sur de China.
Claro que si esto llega a ocurrir -es decir, si China se rompe o entra en guerra-, entonces 1.200 millones de chinos que están encontrando una vía de superación de la pobreza y de convivencia en paz entre ellos y con otros centenares de millones de vecinos se verán de nuevo empujados a la miseria y envueltos en un torbellino de conflictos internos y externos. Las consecuencias no sólo las padecerán ellos. El hundimiento de los mercados asiáticos puede reducir aún más las perspectivas de crecimiento de las economías occidentales y destruir las nuevas bases de rentabilización del capital que se han creado durante los años ochenta. Además se evaporará cualquier posibilidad de ayudar a los países más pobres del mundo para que salgan de la miseria, pues ello requiere que China y otros países asiáticos muestren capacidad de sostenerse a sí mismos. En resumen, que el colapso de China daría paso a un mundo peor que otro en el que China progrese económica y se fortalezca política y militarmente. ¿O no?
Puede ser, pero si la economía de China continúa prosperando y el país se sigue fortaleciendo política y militarmente, la historia sugiere que China comenzará a ser aceptada por muchos de sus vecinos asiáticos como la potencia de referencia y que además puede llegar a algún arreglo de reparto de influencias en el área con Japón. Esto es tanto como decir que China se consolidará como la potencia hegemónica en Asia. Si tal cosa ocurre, Estados Unidos verá muy disminuida su capacidad de influir sobre los acontecimientos en esa parte del mundo, cuya importancia es creciente, y tendrá que recortar las pretensiones universalistas de su manera de pensar, aceptando que los valores confucianos son tan respetables como los occidentales.
¿Asumirá Estados Unidos una perspectiva así o tratará de oponerse a ella? ¿Qué reacción cabe esperar de Japón ante esta disyuntiva? ¿Qué deben hacer los europeos a este respecto? ¿Perderá Europa influencia en el mundo si Estados Unidos la pierde en Asia o se abrirá una oportunidad para que Europa la gane? Este artículo no va a contestar semejantes preguntas. Sólo pretende atraer la atención sobre las implicaciones que conlleva el avance de China hacia el primer plano de la escena mundial. China plantea un reto ineludible. Si progresa, porque se convertirá en un centro de poder de primer orden. Si colapsa, porque generará desórdenes e inestabilidades sin: cuento. ¿Sorprendente?
Sólo para occidentales de memoria corta y orgullo grande. China es el único país de la Tierra que lleva más de 2.500 años denominándose con el mismo nombre y usando el mismo idioma; es un país donde hoy vive casi una cuarta parte de la humanidad y ha sido una gran potencia mundial durante la mayor parte de los tiempos de que se tiene memoria escrita. La excepción empezó a mediados del siglo XIX, cuando su descomposición interna y las armas occidentales le llevaron a la postración. La soberanía británica sobre Hong Kong es el símbolo vivo de aquello. Entonces empezó lo que los chinos llaman el siglo de la gran humillación. Ahora parecen dispuestos a que acabe.
Durante este tiempo, China ha probado todo para superar su decadencia y ha sufrido mucho. Ensayó el fundamentalismo cristiano de la revolución Taiping, el nacionalismo de Sut Yan-sen y del Kuomintang, el marxismo de Mao y las modernizaciones de Deng. Todo ello con el objetivo de restablecer la grandeza de la nación china, de hacer imposible que China vuelva a verse fragmentada y humillada. Ahora que la tienen al alcance de la mano, ¿van a dejar que se les escape semejante oportunidad? Puede ocurrir, pero cuando se aprecia lo que está en juego hay motivos para dudarlo. Las dinastías chinas cayeron cuando el país se empobrecía y se fragmentaba, y hoy China se enriquece y recupera Hong Kong. Desde luego, gobernar China -un país donde cada año nacen 20 millones de seres humanos- es, sin duda, una tarea llena de dificultades y de peligros. De todas formas, cuando el producto nacional y el orgullo nacional crecen juntos, es más fácil hacerlo.
Así pues, el primer interrogante sobre el futuro de China es si el potente crecimiento de su economía va a encontrar pronto frenos y topes. Un tema crítico puede ser la conservación o desmantelamiento de las empresas industriales públicas. Son un sumidero de recursos que distorsiona el crecimiento y que puede terminar frenándolo, pero eliminarlas significaría dejar sin trabajo y asistencia social a 100 millones de personas. Supondría además una fuerte pérdida de control político por parte de los dirigentes de Pekín. Desaparecido Deng Xiaoping, ya no hay una autoridad indiscutida y la larga tradición fraccionalista de los políticos chinos puede volver a activarse en tomo a un problema tan delicado como éste. Otro fraccionalismo que puede ponerse en marcha es el territorial. El empleo público abunda en algunas regiones alejadas de las de rápido crecimiento y suprimirlo bruscamente podría agudizar los ya serios desequilibrios regionales existentes. Por otra parte, las regiones ricas se resisten a pagar a Pekín impuestos que se desvanecen en actividades sin futuro. China ha padecido reiteradas veces en su historia movimientos disgregadores y, además de tensiones socioeconómicas entre sus regiones, tiene también contenciosos político-culturales en el Tíbet y el Xinkiang. Por fin, está la corrupción, un cáncer del que terminaron muriendo varias dinastías imperiales. Si no es erradicada del seno de la minoría que gobierna el país puede hacer que ésta pierda el mandato del cielo.
Pero estos problemas no son peores que los que China viene resolviendo en los últimos años y nada de lo anterior significa que China no pueda continuar durante una o dos décadas manteniendo altos ritmos de crecimiento y mejorando el bienestar de sus gentes. Con 800 millones de campesinos, no es de suponer que se vaya a encontrar con insuficiencias del factor trabajo; tampoco el capital le va a faltar teniendo, como tiene, altas tasas de ahorro (casi el 50% del PIB), y si garantiza mejor los derechos de propiedad para los inversores privados continuará atrayendo inversión extranjera; por lo que se refiere a mejorar la productividad, aun sin incorporar tecnologías avanzadas, simplemente eliminando desorden de su viejo sistema productivo e introduciendo más competencia, dispone de un gran margen de mejora. ¿Resultado? En una generación puede convertirse en la primera economía del mundo.
Esta dinámica económica conlleva una reorientación hacia China de las economías de sus vecinos y de parte de la economía mundial. Le va dotando de crecientes recursos para ir modernizando sus capacidades militares. Súmese a lo anterior que China es una potencia nuclear y que se sienta en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y tendremos el retrato de una potencia mundial de primer orden. Una gran potencia que tendrá, entre otras peculiaridades, la de seguir siendo un país pobre, pero cuyo poder en el mundo sólo encontrará parangón en EE UU.
Todo indica que China sabe lo que quiere. ¿Lo sabemos los demás? Es proverbial que Estados Unidos, país joven, poderoso e impetuoso, encuentra grandes dificultades para entenderse con el más viejo, ritual y sutil Estado del mundo. En Europa, el país que mejor conoce a China es el Reino Unido, pero entre ambos abundan los resentimientos. Por una cosa u otra, en materias chinas no es aconsejable fiarse de los anglosajones. Pero los latinos adolecemos de desinterés e ignorancia al respecto. Quizá haya que recuperar las tradiciones de Marco Polo y de los jesuitas que supieron tratar con el reino del centro.
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