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ELECCIONES BRITÁNICAS

El color púrpura

El Nuevo Laborismo busca los poco más de 70.000 votantes que decidirán el cambio

Poco más de 70.000 votantes pueden decidir el próximo jueves el resultado de las elecciones británicas. Ése es el número de sufragios que bastaría, si cambiaran de conservador a laborista en relación a los comicios de 1992, para dar la victoria a Tony Blair, concentrados en sólo 57 distritos de los 651 que componen la geografía electoral del Reino Unido. En ellos, y por extensión en el menos de medio millón de sufragios que en total fueron a parar a los tories en esas circunscripciones llamadas marginales, se ha volcado una campaña hecha de precisión y estadística, de investigación de mercado y pesquisa casi policial de este Nuevo Laborismo que ha aprendido latín para llegar al poder.Las campañas electorales, aquellas aventuras de amateurs joviales y parlanchines pasaron a la historia en 1979 con la victoria de Margaret Thatcher. Una nueva era comenzaba entonces con la contratación de la firma Saatchi & Saatchi, que aspiraba a convertir la publicidad de partido en antropología y la intuición en aritmética. Los laboristas de James Callaghan y Michael Foot, desazonados por los nuevos brujos, no han reaccionado verdaderamente hasta la actual campaña, diseñada por Peter Mandelson, el nigromante personal de Tony Blair.

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Hace tres años que empezó a prepararse al asalto a la ciudadela conservadora. Y para ello se aislaron los 57 distritos en los que, con una oscilación del voto del 4,6%, se daría la vuelta al resultado. La victoria en todos ellos daría hoy al laborismo una mayoría sobre los restantes partidos coligados de casi 100 escaños y de 114 sobre los tories, puesto que las dos grandes formaciones políticas se hallan hoy empatadas a 322 escaños.

Sobre una cifra que varía entre un mínimo de 73.187 votos, los de más que obtuvieron los conservadores, y cerca de medio millón, el total del voto tory, que comprende desde una mayoría de 19 en Vale Glamorgan a 4.545 en Bedford, el Nuevo Laborismo lo ha hecho todo. Ha enviado cartas personalizadas a cada hogar, averiguado si hay en él personas mayores o jubilados, número de hijos, nivel de formación y estudios, pago de la renta, adscripción religiosa e historial votante. Para ello se han redactado manifiestos, declaraciones e intervenciones públicas, y anteayer, en el colmo de la precisión, Blair visitó a una muestra unipersonal de ese electorado: una reciente conversa, la señora Encie Butler, votante thatcherista que se ha pasado al labour porque a su marido no le trató bien la vejiga la Seguridad Social.

Esta racionalización del voto "induce al cinismo", como dice el director de The Independent, Andrew Marr, porque deja al 95% de la población fuera de foco. Votantes seguros de cada partido, terceras fuerzas como los liberal-demócratas de Paddy Ashdown, nacionalistas escoceses, números en general en distritos inconquistables, carecen de importancia. La suerte de una nación de 58 millones de habitantes la van a decidir unos cientos de miles de sufragios susceptibles de cambiar de campo según la electoralogía.

Criptomarxistas y 'trotskos'

En esos tres años el nuevo laborismo ha redactado sucesivos papeles de guerra o documentos de estrategia, de los que el último fue filtrado a la prensa por los tories como una prueba de la mendacidad inherente de sus rivales. Nada más alejado de la realidad, pues ese relente de épocas pasadas, el escandalizarse de la profesionalización electoral, sobre todo del prójimo, ya no ruboriza a nadie. Al. contrario, en ese papel, cuando el labour confiesa su inquietud de que la izquierda aún pueda levantar cabeza, hace aún más creíble a Blair en su ofensiva para desratizarlo de criptomarxistas y trotskistas anarcoides.

En esa misma vena, la higienización del laborismo ha tenido algo para todos menos para los daltónicos. El color de estos últimos días de campana ya no será el rojo, con su estridencia cromática propia de la Internacional, sino el púrpura.

Y aquí, nuevamente, el laboratorio de Blair ha hecho la síntesis de lo que él llama "radicalismo de centro". El púrpura es la mediana química y seguramente afrodisiaca entre el azul, color tradicional de los conservadores, y su anterior y bermellona enseña. La rosa queda para los nostálgicos.

Tony Blair se presenta como un producto nuevo en el mercado, como el último electrodoméstico salido de las series de producción en cadena, cuyo mayor mérito, como dice el comentarista de The Guardian Hugo Young es "la inocencia". La inocencia de no haber estado allí en los últimos 18 años y, sobre todo, en los cinco del primer ministro conservador, John Major, que ha matado de aburrimiento y de traspiés a buena parte de su propio electorado. Si el 1 de mayo sale elegido Blair, como decía mi taxista preferido, será porque es el "no conservador que más se parece a la señora Thatcher. Ella sí que tenía...". Y el final de la expresión queda resumido en un gesto de la mano con el puño cerrado en gráfica alusión a ciertas virilidades.

La última paradoja de estas elecciones, con tanta micronometría del sufragio, cromatismos para adormecer el recuerdo, y mucha más gestión que política, es que una victoria clara de Blair enterraría definitivamente el socialismo británico, mientras que únicamente un estrambótico triunfo de Major mantendría vivo el pensamiento de una sociedad no sólo más rica, sino distinta.

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