Nalgadas de palabra y de hecho
Por la televisión oficial española de alcance internacional, bochorno para españolistas donde los haiga ("no piques"), aparece un científico canario anunciando, con insular orgullo, que el primer minisatélite español ("¡presente!") anda por ahí arriba la mar de bien, dando vueltas y hecho un jabato, "después de que le diéramos aquí la primera nalgada". A distancia y con mezcal ("y así pasaron muchas, /muuuchas horas"), estas expresiones afortunadas, con denominación de origen, tienen la facultad genesíaca de transformarse en carne fresca; claro que sí, pues pareciera a ratos que las palabras fueran de suyo eso, un algo nalgueable y en canal: bebés recién nacidos, ensartados en torcidos renglones, todavía rosáceos y ya dispuestos a renunciar al limbo maternal, fuente de tantas melancolías, a cambio de un azote en el culo. Vértigo da pensar, soñaría un romántico, que así empieza la vida, que sólo así es decible, con palabras, una vida tras otra, con palabras idas, con azotadas nalgas, para que aprendan, para que las palabras escurridizas se ciñan al resumen entre tanto embutido, acierten al primer lanzamiento, ¡ea!, y paren de contar por el ombligo chumbo.En la mansión acogedora de Sergio Pitol, en Xalapa, se cambia de canal que es un gusto, realzado a menudo por los estrepitosos ladridos de un bonachón perro polaco, Sacho, devorador tempranero de galletas de chocolate en caja azul marino y de hojalata. Así, luego me es dado ver algunos pases de un partido de fútbol en el que juegan Michel, Butragueño y Hugo. En sobreimpresión descarada, la proclama de moda, exportable, para promocionar el deporte regio: "Come fútbol". (A un tiempo, en las paredes de las calles, alegre permanece Tácito: "Ahorra, México".) Después del desayuno -jugo de nopal y rodajas de piña-, acompaño a Pitol hasta La Lomita, su pabellón de escritura, su verde arte de la fuga. Y allí, fragmento sinuoso de una Toscana tropical (por si Carlos Monsiváis no se atreve a decirlo cuando vaya), allí, decía y digo, será al instante fiel testigo de una muy natural sorpresa al divisar, colgando de lo alto de un bambú gigantesco, la gaseosa figura de un avispero. El novelista mexicano, ducho en darle a la memoria el mismo tratamiento que a un ensayo ("de usted"), se repone en el acto primero, mueve el bastón y deja que le salga el chejoviano deje en jarocho: "Ya no me falta ni el peligro en rama". Al mediodía, en Coatepec -aromas de café, camarones y cuero-, vemos que varias golondrinas han plantado sus nidos en el patio interior de un restaurante, encima de unos tubos de neón. Y allí será el mesero quien suspire: "Ya lo vio usted, ¡se nos volvieron modernas!".
Con nalgadas, las palabras reviven, ocupan a sabiendas otro espacio. Y, más que aturdimiento, proporcionan rojeces de buen salvaje, sanas escoceduras, recordatorios en color, señales. La de Zihuatanejo, por ejemplo, salida de la boca de Abiel: "Si alguien desea hacerme mal, yo me lo venadeo". La del camino, a la altura con niebla de Perote -mucho tope y sabroso queso ahumado-, en la trasera fosforescente de un señor camión: "Si hasta de Dios dicen, ¡qué no dirán de mí!". La de la playa de Buenavista, en Pantla, pronunciada por un albañil joven: "Hace siete años que yo vi caer del cielo unas bolitas de hielo". La del pintor Alberto Gironella, en Zacatecas, al titular así su exposición de retratos de escritores: Pelo y pluma. Y, en centenares de chiringuitos, la de este anuncio seductor, a duras penas manuscrito: "Se hacen trencitas francesas"; con lo que se demuestra que los mexicanos, de Maximiliano a esta parte, tienen un concepto bastante africano, al par que retorcido, de lo francés.
Puesto que ya eso último ni me va ni me viene, paso a fijarme en las zancadas que va dando, sobre la arena de la playa, un camarero sordomudo. Las da para ofrecerle con premura al playista, a falta de sonoras nalgadas, aquello que presume que de él se espera: cualquier artículo, cualquier cosa.
Un día más. Un día menos.
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