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Pasillo Verde

Mis queridos lectores coetáneos, si los tuviere, recordarán aquellos buzos decimonónicos que a su vez lo fueran del perdurable Julio Verne. El pesado mono impermeable, la escafandra, atornillada con saña por los ayudantes, a la que se conectaban las mangueras respiratorias, los zapatones lastrados, toda una parafernalia que dejaba convertido al héroe de turno en una especie de monstruo marino. Si lo depositaban a gran profundidad (digamos que unos 60 metros, cota máxima para las tecnologías de entonces), no era posible devolverle a la superficie y el rico oxígeno exterior sin que hiciera entremedias un stage, como dicen ahora los cocineros, en la llamada cámara de descompresión: le hubieran estallado los pulmones.Bueno, pues yo creo que a los madrileños que nos pateamos a diario la ciudad, que somos testigos y víctimas del imparable, creciente, ininteligible y, sin duda, carísimo caos en ellas organizado por nuestros líderes comunitarios y municipales, nos hace falta también pasar por la cámara de descompresión de vez en cuando para que no nos estallen los pulmones o, por lo menos, el alma. Buscar de sopetón el silencio de un campo remoto, la lógica de las mariposas y el sentido común de las vacas podría costar la vida del artista. ¿Resulta posible descomprimirse sin abandonar la urbe? Yo logré vencer mi escepticismo el domingo, me lancé a explorar el Pasillo Verde, y me dio bastante buen resultado. Se lo recomiendo a ustedes.

Tampoco se hagan demasiadas ilusiones previas. Sí les deslumbrará el hecho inaudito de que en aquella privilegiada zona madrileña no se aprecian signos externos de obras horrorosas, ruidos estridentes, podas-talas salvajes, trampas para el peatón, etcétera. Contemplamos una ciudad acabada, ¡Dios sea loado!, normal, no demencial.

Desciendan desde la puerta de Toledo, paseo de los Pontones abajo, hasta la plaza de Francisco Moreno, y bifúrquense luego a la izquierda por la larga calle merecidamente dedicada al doctor Vallejo-Nájera. Aquí comienza ese mundo prócer que un transeúnte cotidiano de las grandes vías del Madrid central jamás hubiera podido imaginar. No sé si recomendarles que se postren y den gracias al Señor, como hizo Humboldt al contemplar la belleza del valle de La Orotava, pues acaso les defraude contemplar un gigantesco centro comercial de entrada, pero la calle es ancha, con una luz impresionante, dignas las casas, señoriales los bancos públicos, etcétera. Quizá sientan un pequeño shock al descubrir los obeliscos preoxidados que adornan esta vía, coronados incongruentemente por sendas crucecitas y cristianizados doblemente por el "Laus Deo" que aparece en su base, pero qué orgullo ciudadano les embargará cuando descubran el nombre de nuestro querido alcalde en latín ("los Mar Álvarez del Manzano") bajo la pintada ácrata en rojo que orna la lápida. Barrio muy mariano éste, con la iglesia de Nuestra Señora de Europa en construcción y Santa María de la Cabeza triunfando en los rótulos de plazas y paseos. En la calle del Ferrocarril, más conocida y animada, la tregua prócer continúa. "Mis delicias son los hijos de los hombres", proclama en su frontispicio otro templo, y la cita es bien adecuada, pues estoy ya en el paseo de las Delicias, por el que desciendo, bajo frondas envidiables. El convento de las Hijas de Madrid, hoy Instituto de la Mujer, es un remanso de sombra y paz.

Plaza de la Beata Ana María de Jesús, plaza del General Maroto, donde mi alma se serena escuchando las inconfundibles notas del Ave Maria, gratia plena desgranadas, según todos los indicios, por el carillón del Centro Cultural La Casa del Reloj. Todo sigue siendo prócer: los árboles, frondosos, no presentan señal alguna de haber sufrido la gratuita brutalidad sólita en otros barrios, y el palacio de cristal o invernadero de la Arganzuela, cuyas instalaciones recorro extasiado, así como los jardines circundantes, aparecen cuidados con todo esmero. Aquí sí me detengo, reverente, ante la plaza que certifica, ya en castellano, la autoría del señor Alvarez del Manzano sobre tal prodigio.

Umbroso el paseo de Yeserías, sombreado el parque de la Arganzuela... ¡Qué envidia! Aquello parecía un mundo feliz. Vaya, lector, antes de que sea tarde.

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