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Derecho de información, interés general y 'hooligans'

Apelar al derecho de información y al interés general para regular desde el poder del Estado la teletransmisión de espectáculos deportivos es tocar a rebato con todas las campanas, es convocar a la nación a un debate mayor. Que hasta ahora, empeñados en la operación de acoso y derribo de Jesús de Polanco, no ha tenido lugar y que es capital que lo tenga, porque, hoy, el espacio mediático -la Oeffentlichkeit de Habermas- es la instancia de mediación por excelencia entre el Estado, la sociedad civil y los ciudadanos. Porque si hoy el derecho que ampara cualquier ejercicio informativo tiene la condición de derecho fundamental y prima, en la ideología dominante, sobre todos los demás, ello se debe, tanto a que la masmediatización de la vida contemporánea ha mitificado la actividad informativa, como a que la reducción de la democracia a los derechos humanos los ha constituido en ratio pública última.Las primeras Declaraciones de Derechos que debemos a las revoluciones americana y francesa consagran la libertad de opinión y la de la prensa, pero no reconocen formalmente el derecho de informar en cuanto tal. Habremos de esperar hasta la aparición de los grandes instrumentos jurídicos internacionales en los años cuarenta de este siglo -Declaración Universal de Derechos Humanos, Convenio Europeo para: la salvaguarda de los derechos humanos, etcétera- para que la información disponga de un estatuto jurídico pleno y explícito. A partir de ellos, el tratamiento jurídico de la información toma cuerpo en dos direcciones no siempre coincidentes: el derecho a la información y el derecho de información.

El primero es un derecho subjetivo que apunta, por una parte, al derecho de los individuos a tener acceso a la información que les concierne directamente para rectificarla si es falsa o inexacta -leyes francesas de 1978 sobre informática y privacidad, acceso a los documentos administrativos, a los archivos, ficheros, etcétera-; y por otra, al derecho de los ciudadanos a conocer todos los datos e informaciones que tienen que ver con la vida en su comunidad a fin de dotarla de la mayor transparencia posible. Es el célebre derecho "a saber", que existe en Suecia y que permite que cualquier ciudadano conozca las condiciones económicas y sociales de sus compatriotas.. Práctica a la que se debe que la sociedad sueca sea la más diáfana del mundo.

El derecho de información es un derecho que nace en la encrucijada persona / sociedad y de la que es titular el individuo en cuanto miembro de la comunidad. Es el derecho de la comunidad a saber de sí misma y en consecuencia es el derecho que tenemos todos, y que de alguna manera delegamos en los profesionales de la información, de informar, es decir, de dar a conocer, tal y como los perciben, hechos y acontecimientos, de transmitir anuncios y sucesos que en forma de noticias, reportajes y comentarios, escritos o audiovisuales, consideramos que de alguna manera afectan nuestras vidas y/o la de nuestra comunidad. El fundamento más invocado de este derecho es el que contiene la Primera Enmienda a la Constitución americana, base de la libertad de prensa en aquel país. Derecho de información personificado en la lucha de los periodistas para arrancarle al Estado sus secretos, que tuvo en el enfrentamiento Nixon / Washington Post, con ocasión del Watergate, su ilustración más sonada. Por, lo demás, la vasta jurisprudencia del Tribunal Supremo norteamericano en esta materia ha dotado al derecho de informar de un soporte jurídico incontestable. Derecho de informar y derecho a ser informado constituyen así un bloque complejo y ambiguo, en el que la cuestión fundamental, más allá de la libertad de opinión y de expresión, a la que habitualmente se les reduce, es la de saber si la dimensión dominante de la información se identifica con el derecho a conocer y corresponde, por tanto, a una práctica que tiene a quien la ejercita como referente, o estriba por el contrario, en el derecho de dar a conocer, es decir, un derecho. socialmente objetivado, referido siempre al individuo en comunidad y que se ejercita necesariamente en el espacio público. Quienes optan por esta última opción invocan el interés general y propugnan la condición pública y no sólo de servicio al público para toda actividad informativa.

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Ésta parece ser, paradójicamente, la posición del Gobierno español al invocar el interés general en su proyecto de regulación de la información deportiva. Pero ¿cómo y en qué sentido pueden ser de interés general los espectáculos deportivos? Pues el interés general no es una ocurrencia verbal, ni un improvisado recurso administrativo, sino que, al mismo tiempo categoría del pensamiento político e ideología del discurso social, ha tenido un largo periplo conceptual que le ha conferido un lugar propio en la historia de las ideas. Su genealogía y su análisis han dado lugar a un considerable acervo bibliográfico cuyo hilo conductor tiene un doble núcleo sémico: el interés público y el interés común. Esa doble polaridad, que comienza tempranamente de la mano de Platón y Aristóteles, se confirma en el epicureísmo y en el estoicismo y asume perfil definitivo en el mundo romano con la utilitas communis y la utilitas rei publicae de Cicerón.

El bonum comune tomista, es una de las tentativas conceptualmente más logradas de fundir en uno los dos polos, el público y el común, gracias a la razón natural que los lleva más allá de sí mismos, los sobrepasa y en ese sobrepasamiento los realiza. Después, Maquiavelo transmutará el bien común en bien público, y Hobbes reinstalará el bien público, definido por el Estado, en principio rector de la vida política, porque la simple busca de los intereses individuales, lejos de llevar a una armonía común, conduce según él a la guerra omnes contra omnia.

La concepción de Locke, para limitar el ejercicio del poder hace del bien público, basado en la voluntad común de los individuos, la garantía de sus libertades. Voluntad común que Rousseau formalizará bajo la designación de voluntad general, a la que atribuye como objeto el interés general y que, gracias a un pacto fundador, instaura el marco y establece los principios que deben regir el discurrir de todo tipo de intereses en la sociedad. La aparición del concepto de nación conlleva la sustitución de la voluntad general por la voluntad nacional y del interés común por el interés nacional. Pues ese interés nacional-general, sin cancelar los intereses particulares los instala en el área del Estado-nación y mediante su identificación con el interés nacional, los constituye en componente del interés general. Para Hegel, a caballo de su concepción dialéctica de la realidad, sin intereses particulares la sociedad sería una cáscara vacía y sin interés general la sociedad se desagregaría, pero unos y otro no existe más que gracias al Estado, porque el Estado es el ámbito de la racionalidad que hace posible su realización.

La irrupción de la doctrina liberal hace de la prevalencia. del interés económico su axioma principal. Adam Smith afirma que el interés privado es el motor de la economía y que sólo la mejora y prosperidad económica de los individuos, su interés particular, puede asegurar el progreso de las naciones, es decir, el interés general. Bentham radicaliza la doctrina de Adam Smith y hace del beneficio individual o principio de utilidad, la piedra angular del orden moral y jurídico. El objetivo de la economía, según él, es el de producir la mayor felicidad posible. Esta maximización de la felicidad, función de la utilidad general entendida como la suma de las utilidades particulares -lo que lleva a escribir que el interés general es el interés de los ricos- cancela toda dimensión común. John Suart Mill para salvar esta objeción recurre a un nuevo paradigma: la armonía utilitaria de los intereses. Según él, la tendencia natural de los intereses privados no es la del conflicto, sino la de la conciliación y por ende el Estado no debe intervenir en esa esfera. Sólo en las raras ocasiones en las que esa armonía se quiebra, se puede recurrir de forma supletoria al interés general.

Marx critica, tanto la concepción hegeliana del interés general por la diferenciación entre intereses particulares e interés general, considerados como dos instancias exteriores una a otra que intenta en vano reconciliar a posteriori, como la consideración económico -liberal ya que, donde los liberales ven armonía natural de los intereses particulares, Marx denuncia la explotación y la opresión de unos intereses por otros, señala el irreconciliable conflicto entre capitalistas y proletarios y sólo admite la existencia del interés general en una sociedad sin clases y sin Estado.

A comienzos del siglo XX, el interés general es categoría casi unánimemente admitida en la vida pública y acaba adquiriendo un estatuto análogo al de los derechos humanos. Su desacralización por el marxismo le acerca a la práctica política concreta y su conjunción con las ideas de bienestar y de solidaridad le lleva a ejercer el cometido de principio legitimador del Estado -providencia. Hoy el interés general asume múltiples formas y modalidades, pero su concepción dominante es la arbitral. El es quien arbitra entre los diversos intereses particulares y quien legitima la intervención de los poderes institucionales en función de valores e intereses superiores de la comunidad.

. Quizá con única excepción del utilitarismo radical de Bentham y de sus epígonos, este velocísimo recorrido, nos ha permitido ver que el interés general no puede reducirse ni en cuanto interés común, ni mucho menos en cuanto interés público, a la afirmación simultánea de los intereses particulares. Hay, claro está, el caso de Hayek para quien la idea de interés general carece de todo fundamento y es además peligrosa. Pero su peregrina posición sólo debe plantearles problemas a sus discípulos, nuestros liberales herméticos, hoy responsables de ministerios, empresas y fundaciones, que invocan el interés general, a cada trecho, a los efectos de su guerra digital. Viniendo de los principios a sus aplicaciones, la práctica jurídica basada en el interés general es plenamente concordante con el decurso teórico que acabo de resumir. Y el acervo jurisprudencial de todos los países es una constante confirmación de la misma línea doctrinal. La jurisprudencia del Consejo de Estado francés, por ejemplo, no puede ser más esclarecedora a este respecto. El interés general se manifiesta en materias de defensa del territorio, de seguridad y orden público, de protección del medio ambiente, de higiene y salud pública, de vivienda y de abastecimiento de alimentos, de circulación automovilística, de educación, de producción y distribución de energía y agua potable, de mejora de las condiciones de vida de los individuos, de la importancia para la comunidad de determinadas actividades económicas, etcétera. Materias y ámbitos que corresponden y en los que se manifestan necesidades persona les y sociales cuya satisfacción se estima imperativa para la existencia y plenitud de los individuos y los pueblos. Declarar la teletransmisión de espectáculos deportivos, y en particular de los partidos de fútbol, puesto que de ello se trata, de interés general, es, por tanto, considerar que desempeñan una función esencial para el cumplimiento de las personas y de la sociedad. Función que no puede, evidentemente, confundirse con el deseo mayoritario, ni siquiera unánime, de los televidentes del fútbol de poder hacerlo de forma gratuita. Pero además si la teletransmisión de partidos de fútbol cumple esa función esencial y debe ser gratuita, mucho más debería serlo la asistencia al espectáculo futbolístico en vivo. Y si las manifestaciones deportivas tienen esa condición de interés general, ¿cómo negársela a las musicales, artísticas, teatrales y culturales en general y cómo no reclamar para ellas esa misma gratuidad? Cabría argüir que el desencanto político y la atonía ciudadana reclaman nuevos temas de polarización grupal, nuevos núcleos de identificación comunitaria que mantengan una cierta cohesión social, y que el fútbol, con sus clubes y sus competiciones, está cumpliendo ese cometido y es, por tanto, de interés general. Pero esta consideración del fútbol como vivero de identidades colectivas, está, por el contrario, teniendo efectos dramáticamente perversos. Ya que la profesionalización y la mercantilización extremas a que se le ha sometido, al igual que a todos los otros deportes de equipo, ha producido una ruptura de la filiación entre el país y la ciudad de que proceden los futbolistas y el equipo en el que juegan; ha convertido la porfía deportiva en contienda de millones impidiendo la igualdad en las condiciones iniciales; y ha viciado, en consecuencia, el proceso de identificación inscribiendo la violencia extradeportiva, como mecanismo compensatorio, en su mismo centro. Los seguidores convertidos en gladiadores implacables, los campos de fútbol en estadios del horror -Heysel en Bélgica en 1,985, Sheffield en el Reino Unido en 1989-, la mitología de las litronas de cerveza y de las barras de hierro reproduciendo en los graderíos y en la calle, con rencor y con saña, el enfrentamiento que tiene o ha tenido lugar en el césped, son datos de nuestra cotidianidad. Mitología que cuenta con narradores -Bill Buford, Entre los hooligans, 1990-, con cineastas -Identity document, filme de Philip Davis, 1996- y frente a la que se ha reaccionado desde diversos ámbitos. Yo tuve el privilegio, como consecuencia de la catástrofe de Heysel, de participar, en 1986, desde el Consejo de Europa, en una campana intergubernamental contra la violencia en el deporte y por la seguridad en los estadios, y muchas otras iniciativas han venido luego a sumarse a aquélla. La Comisión Europea, entre las acciones previstas en el marco del Año Europeo contra el Racismo, ha incluido un capítulo contra el hooliganismo en el fútbol y la obra teatral Kicking out -Sacándolo a patadas- sobre el mismo tema, ha sido ya representada con el apoyo de las autoridades británicas en numerosos centros de enseñanza secundaria de aquel país.

A la irresistible moda del espectáculo futbolístico, que no necesita refuerzo alguno, ha venido a añadirse la violencia en torno al fútbol, como expresión del clima general de violencia propio de nuestra sociedad y como respuesta imposible a nuestra búsqueda de identidades comunitarias. Violencia que se ha convertido en preocupación capital de gobernantes y educadores. En esta situación ¿qué se pretende al declarar, sin más a los partidos de fútbol como de interés general?

José Vidal-Beneyto es secretario general de la Agencia Europea para la Cultura.

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