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Memoria histórica

Estamos invadidos desde hace unos años por Memorias y Confesiones que nos hablan de un tiempo pasado y que la mayoría inmensa de los españoles no ha conocido, y no puede -por eso- juzgar si lo dicho se acopla a la verdad o no. Resulta frecuente encontrar afirmaciones, en ese tipo de escritos, que no tienen gran cosa que ver ni con los hechos ni con el pensamiento que de verdad ocurrieron.Por eso no tenemos más remedio que dudar de estas narraciones subjetivas y procurar investigar la historia seriamente, sin dejarnos llevar de personalismos interesados. La historia, a pesar de sus dificultades, es más fiable que esas confesiones que, los pocos que las vivieron como observadores, no reconocemos. Y parece que nadie se atreve a desmentirlas. Ésa es la razón de tener que propugnar el acudir a la investigación histórica y dejarnos de tergiversaciones que confunden la realidad por este procedimiento interesado, que sólo la historia puede desmentir. Ésa es la razón por la que disfruté, en cambio, leyendo la obra sobre la guerra civil dirigida por Stanley Payne y Javier Tussell, un ejemplo de investigación histórica seria que aclara bastante lo que entonces ocurrió, y lo hace con desapasionamiento ejemplarmente científico.

Así es como podemos aprender de la historia, para no caer en lo que hubiéramos aprendido a conocer y evitar ante el ejemplo de la realidad, y no con declaraciones escritas para quedar bien, ocultando la verdad ante los que no conocieron aquellas épocas que se nos cuentan edulcoradas o tergiversadas.

Y del mismo modo ocurre con los inventos y las improvisaciones de última hora sobre los males que nos aquejan y sus soluciones. Vamos dando bandazos por desconocer lo que nos dijeron hace tiempo los que estaban movidos por su dilatada experiencia de otras épocas, en las que vivieron lo mismo; y estudiaron su salida con seriedad e inteligencia, y no movidos por la prisa y la improvisación, que demasiadas veces suele ser irresponsable.

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Todos los días sale a relucir el tema de las leyes y las ingenuidades en que caemos en su redacción por desconocer la historia. Si hubiéramos leído y reflexionado, por ejemplo, las Empresas políticas, de Saavedra Fajardo, habríamos aprendido que las solas leyes no bastan, que sin una ética cívica y una responsabilidad demostrada en el que juzga, sea juez o jurado, nada bueno puede salir de ellas, Y que las muchas leyes -a lo que somos tan aficionados- no aclaran, sino que confunden a la generalidad de las personas, saliendo con frecuencia indemnes quienes tienen medios para ser hábilmente defendidos. O sería útil el recuerdo de las Cartas pastorales colectivas de los obispos estadounidenses o alemanes sobre La lucha contra el crimen y el terrorismo, haciendo sugerencias prácticas en función de su experiencia, desde hace años, sobre violencias y crímenes, y el mal resultado de confiar sólo en encerrar a todo delincuente en las cárceles existentes.

Y respecto a esa necesaria ética ciudadana para poder convivir razonablemente, podríamos haber leído a nuestros clásicos del Siglo de Oro, que expusieron con gran inteligencia una ética natural, para creyentes y no creyentes, basada en la razón vital, el consenso y el diálogo como más tarde lo aprendimos durante la Monarquía y la República de labios de los grandes profesores realistas que teníamos en el bachillerato. Fueron Eloy Luis-André o Verdes Montenegro: aquél, con su Ética española, y este último, con sus Deberes éticos y cívicos. No tendríamos así que inventar, como si fuese una novedad, lo que fue inventado y experimentado hace años.

Y los católicos, además de los clásicos nuestros, teníamos la obra del siglo VI del obispo de Braga Martín, Reglas de vida honrada, donde demostraba que en la escuela lo que debía transmitirse no era la moral religiosa, sino "lo que puede y debe ser cumplido por los laicos viviendo recta y honradamente, sin recurrir a la Divina Escritura, sino siguiendo sólo la ley natural de la inteligencia humana". Y continuó esta costumbre en nuestros siglos cristianos, enseñando la ética de los clásicos griegos y romanos. Costumbre educativa que no se perdió todavía en el siglo XVI en la Europa cristiana, pues san Carlos Borromeo se alimentaba espiritualmente con el Manual de Epicteto, como hacía nuestro Quevedo; y san Luis Gonzaga, con la lectura de Séneca y de Plutarco. Pero ahora nuestros obispos olvidan esta tradición y lo importante que sería la enseñanza de esta ética para todos, y no para los que no quieren que se les imparta la enseñanza de la religión.

Y si vamos al tema de la violencia juvenil, ¿por qué no escuchar lo que hace años dedujeron y experimentaron los discípulos de Freud, como su propia hija Anna, o Spitz y Bowly? La carencia de acogida afectiva de los niños está en el centro de este mal, desarrollado cada vez más en nuestro país. O haber leído a nuestro olvidado Rof Carballo, en su excelente obra Violencia y ternura, y no divagando tanto -sin competencia alguna en muchas tertulias radiofónicas donde parece que sus radiohablantes lo saben todo, sin saber nada en serio, y dogmatizan sobre lo divino y lo humano.

Este dogmatismo invadió en tiempo franquista, y ahora giramos entre la repetición laica del mismo y la dejación irresponsable que supone un cierto pasotismo colectivo. Pudimos haber aprendido de nuestro Ortega y Gasset, en aquel trabajo de 1923 sobre el "perspectivismo", lo que le sugirió la teoría de la relatividad de Einstein. Que aplicó a nuestra manera de conocer, porque somos todos una perspectiva que es necesaria para acercarse a la verdad, pero no es nada más que una parte de esa verdad, que necesita del diálogo y la búsqueda continua para alcanzar, poco a poco, una mayor aproximación a la realidad.

El peligro nuestro es la relación del péndulo, pasando del dogmatismo a la dejación o de la religión nacional-católica a admirarnos beatamente con el esoterismo, la astrología, el orientalismo o la nueva era. Yo siempre he creído que debíamos inspirarnos más en ese agnosticismo relativo de nuestro filósofo anglo-español George Santayana en sus Diálogos en el limbo, o en sus recuerdos de Personas y lugares. Y así no hubiéramos dado tanto bandazo.

Y hablando de droga, ¿no habría que leer a Viktor Frankl con sus análisis sobre la pérdida actual del sentido de la vida? Porque sin valores no podemos vivir; y parece que estos jóvenes saltan así por encima de nuestra prosaica y competitiva sociedad pecuniaria, donde no encuentran un puesto digno, y se evaden engañosamente hacia las nubes de la droga.

La memoria histórica nos falta, lo mismo en pensamiento que en hechos, y su recuerdo servirá, en cambio, para no estar siempre empezando y dando tumbos por olvido de la vida y del pensamiento reales, que están en el acervo de la historia.

Enrique Miret Magdalena es teólogo seglar.

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