Medios terroristas, fines nacionalistas
El texto que funda el Pacto de Ajuria-Enea proclama "la legitimidad de todas las ideas expresadas democráticamente". Lo que viene a significar que el ideario de Herri Batasuna, pongamos por caso, será intachable con tal de ser presentado ante el Parlamento y en el ejercicio de su representación. Tan legítimo como cualquier otro disparate, siempre que se exponga con el debido respeto al interlocutor y un estricto sometimiento a la regla de la mayoría. Al término mismo de la manifestación que exigía a ETA la libertad de Ortega y Delclaux, un dirigente de Eusko Alkartasuna declaraba que "ninguna causa, por noble que sea, puede utilizarse para vulnerar los derechos fundamentales". Traducción simultánea: lástima que sus viles asesinatos y secuestros empañen la nobleza de la causa de ETA... Ambas tesis tan solemnes son, en todo tiempo y lugar, falsas; aquí y ahora son además nefastas, porque por ellas se consiente -no de corazón, pero sí de hecho- la barbaridad o la matanza. Si ésta es la lucidez política y moral de nuestros próceres demócratas, cabe adivinar la de los otros.Dígase cuanto se quiera, mientras no se advierta lo infundado de los fines nacionalistas del terrorismo, toda condena de sus medios sangrientos será insuficiente e ineficaz. Desde luego, esa condena pasará por alto la pregunta de si sus desesperados recursos resultan tal vez los únicos acordes con un proyecto irracional y por eso inaceptable. Y es que, a los ojos del actor o del espectador, un fin juzgado bueno aporta sin duda cierta bondad a los más perversos procedimientos de alcanzarlo o reduce siquiera en algo su torpeza. Como mucho, su contraste puede sumirles en la perplejidad, acaso en la escisión moral, pero no les incitará a la franca condena. Un fin, al contrario, tenido por malo (en nuestro caso, malo justamente por infundado) hace aún más reprobables las vías violentas de lograrlo.
Si la represión policial en Euskadi no basta, por necesaria que sea, es por aparecer tan sólo como un medio enfrentado a otros medios y porque muchos -tibios o simplemente necios tienden a adscribirlos a causas equivalentes. Peor todavía: cuando por desgracia la acción represora incurre ella misma en delito, el merecido castigo del policía acaba sonando como si enalteciera al terrorista. Al no discutirse bastante y ante todo de los fines opuestos que las inspiran, en definitiva, tampoco se repara en la muy diversa legitimidad en que se fundan.
Esa voluntad de cuestionar las metas perseguidas, y no sólo los instrumentos empleados en su persecución, es la que nítidamente nos distingue de los nacionalistas vascos. A éstos les dividen los métodos, pero les unen sus objetivos, al menos los inmediatos. La Koordinadora Abertzale Socialista (KAS) manifiesta a las claras ser abertzale, como el PNY y EA, antes que socialista. Ahora bien, del hecho de ofrecer expresamente objetivos y fundamentos semejantes se siguen para los nacionalistas moderados muy graves y necesarias consecuencias. En primer lugar, su reproche frente a la barbarie de sus conmilitones nunca será total y sin reservas. Ello sería lo mismo que dar alas al común enemigo español (recuérdese: más temible que ETA) y restar viabilidad, aun a riesgo de disminuir al mismo tiempo su crédito, a la opción secesionista compartida. Más bien han de alentar, si no la disculpa abierta, cuando menos la comprensión hacia "esos chicos descarriados" que "molestan y hacen daño, pero no son el problema". ¿Quizá por alguna conciencia de culpa ante su confortable moderación, comparada con la heroica conducta del patriota armado que se sacrifica por su pueblo? Sea como fuere, sabemos su dilema: no pueden emplear a fondo su propia fuerza legítima contra los de su camada; pero tampoco han de aplaudir la violencia legítima de ese Estado del que tratan de separarse. Es uno de los varios dramas del nacionalista moderado.
Replicará éste con indignación que el nacionalismo terrorista ha dañado el crédito del nacionalismo vasco. Olvida entonces que si hoy ciertamente lo desprestigia, desde la aureola conquistada en el tardofranquismo hasta el miedo general que hoy expande... la violencia vasca ha rendido excelentes beneficios a la causa nacionalista. No negará cuántas discutibles medidas políticas en vigor o en proyecto han pasado de la agenda de ETA a la del PNV, sea por afinidad doctrinal, sea por agitar oportunamente ante el Gobierno el fantasma del monstruo. No. Lo que en realidad desacredita al nacionalismo vasco es su inevitable deriva hacia la sinrazón o el privilegio Político y su alambicada mesura en la repulsa del terrorismo. Lo que en el futuro, alcanzado ya el techo óptimo de competencias, minará aún más su pasado prestigio es su falta de atractivo ante una ciudadanía cada vez menos propensa a emociones sabinianas. Desaparecida ETA, el nacionalismo bajará su cotización entre los valores políticos del País Vasco. Pues, a ver si nos enteramos, el límite del nacionalismo vasco no es el nacionalismo español; es el pluralismo creciente de la comunidad vasca.
¿Que por qué me atrevo a sostener que los proyectos inmediatos de los nacionalistas vascos son hoy por hoy indebidos (no digo sólo inviables) y, por eso, tanto más repugnante la siniestra cruzada que su ala fanática emprende a su servicio? Muy sencillo: porque no son fines queridos por la mayoría de sus presuntos beneficiarios, que somos los demás. O, lo que es igual, porque la situación presente de Euskadi no es vivida por el grueso de sus ciudadanos (bastantes nacionalistas incluidos) como una injusticia política perpetrada por el Estado invasor. Nos alegramos de ciertos logros colectivos, aunque no de todos; podremos aspirar aún a mayores cotas de autogobierno y tenemos derecho a ello. Pero los más de los vascos aceptamos como justo un futuro político en que nuestra comunidad siga siendo autónoma o federal en el seno de España y pronto de Europa. Por eso ni soñamos con la fabulosa incorporación de otros territorios que en modo alguno la demandan ni entendemos, aunque demasiados la soportan todavía sin chistar, una artificiosa política lingüística cuya premisa mayor es la de recrear una lengua, para así crear una nación, para así fundar un Estado. Una lengua, claro está, que no será "la lengua de Franco" (palabra de Arzalluz; te alabamos, Xabier), pero tampoco la materna y cotidiana de casi todos los vascos.
Cierto que hay clamorosas in-
justicias, como la explotación capitalista a escala individual o planetaria, que no dejan de serlo por el hecho de que muchas de sus víctimas la ignoren o hasta la veneren. No se precisa la conciencia doliente de su sujeto en señal de que padece un atropello; sucede a menudo que la sumisa "normalidad" con que lo experimenta resulta la prueba palpable de la injusticia que con él se comete. En punto a justicia o injusticia nacional ocurre más bien lo contrario. Así como no es seguro que haya nación -pese a otros elementos objetivos que pudieran configurarla- si falta la suficiente conciencia nacional entre sus habitantes, tampoco cabe denunciar opresión nacional bajo la bota del Estado cuando la mayoría de sus nacionales carece de tal pena. Quien la sufre es la "vanguardia consciente", según vocifera, pero sólo por confundir la historia real con la imaginada, las ideas con las creencias, el pluralismo con un crimen de lesa patria. La verdad, en definitiva, es la opuesta de la pregonada: en el País Vasco, esa opresión, y coactiva como pocas, procede ante todo de ETA y su submundo. Igual que la capitalista, esta explotación nacional se ejerce sobre los más en provecho de los menos. Libramos de ella, ésa sí que sería nuestra más genuina liberación nacional.Pero también del nacionalismo pacífico cuando actúa como si fuera la ideología dominante. Yo no achaco a los partidos nacionalistas, pues están en su derecho, el que pretendan imbuirnos de sus peculiares principios. Si son demócratas, ya nos encontraremos en el debate público. Lo que les achaco es que, a la hora de trazar su política, den por sentados esos principios como naturales (o sea, ajenos a nuestra voluntad), incontestables (sustraídos a todo debate) y universales (propios de todo ciudadano en verdad vasco). En resumidas cuentas, que nos consideren individual y colectivamente predeterminados cuando claman por la autodeterminación. A lo mejor nos convencen de ello pasado mañana, pero ese día aún no ha llegado. Entretanto, aplíquense si lo desean a la paradójica tarea de "construcción nacional de una nación que parecía preexistirnos. Nosotros nos dedicaremos a reconstruir una sociedad hoy desgarrada gracias al empeño de tan torpes albañiles.
Para eso, aquella mayoría no nacionalista, antes incluso de empezar a perder el propio miedo frente a la incesante embestida, habrá de ganar en categorías cívicas y morales de las que está tan ayuna como el resto de conciudadanos. Las ideas bien fundadas no nos inmunizan del todo contra el miedo, pero ayudan a prevenirlo, reducirlo o controlarlo. Se perderá así de paso el recelo más soterrado a encarar la violencia simbólica, esa otra que ejercen las palabras mismas pronunciadas en la contienda. Al fin y al cabo, la batalla política se libra también en el combate por los términos y conceptos políticos. Por ejemplo, que aún haya sedicentes izquierdistas cuya querencia les incline del lado de los nacionalistas sólo se explica por un penoso malentendido: tomar la lucha del hipotético pueblo vasco como un signo de progresismo, en lugar de lo contrario. "Izquierda abertzale" parece un nombre inapropiado para el nacionalismo radical. Si el nacionalismo vasco es en esencia conservador o de derechas, su radicalización le conduce -mal que le pese- hacia la extrema derecha. ¿O aún no se ha comprendido que el coste más alto de este litigio, junto a tanta sangría y encanallamiento, es el desperdicio de las mejores energías de varias generaciones y la distracción de la sociedad vasca de sus más generales y acuciantes problemas?
Así las cosas, creo que nuestro mayor riesgo estriba en que, por temor a los medios salvajes y para excluirlos de la arena política, nos mostremos propicios a admitir propuestas inadmisibles. Sería la victoria del vencido o la derrota del vencedor. Porque el nacionalismo brutal no se contrarresta mediante dosis más intensas de nacionalismo moderado, sino con el reconocimiento efectivo del pluralismo cultural y político. Ni la paz (no un simple armisticio) vendrá de gestos silenciosos por la paz, sino de la ofensiva pública de la palabra. En último término, de considerar la democracia tanto cuestión de medios pacíficos como de fines razonables.
Aurelio Arteta es profesor de Filosofía Política de la Universidad del País Vasco.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.