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Reportaje:EXCURSIONES - ALREDEDOR DE SAN ILDEFONSO

Más allá del jardín

Un sendero que bordea la tapia del palacio de La Granja permite otear el real sitio a vista de pájaro

A Constancio no le pesaba La Granja. Camino del puerto del Reventón, miraba de reojo la tapia de los jardines y refunfuñaba: "Los jarrones y las esfinges ornamentales que creíais de mármol son tan sólo de zinc pintarrajeado; las fuentes corren una por una contados días, con una miseria indigna de los jardines de un rey, donde debieran surtir continuamente en un derroche magnífico del agua de la sierra. Y en estas fuentes paradas donde el agua se descompone, están, amanerados, casi vergonzantes, algunos dioses de una mitología que no creyó más que en la fe cristiana un siglo frívolo y presumido" (Peñalara, 1905). Ganado empero el áspero repecho, Constancio se llegaba luego hasta la laguna Grande de Peñalara y, disparando dos tiros de revólver para espantar a los lobos, pegaba el oído a tierra, cerraba los ojos y se le pasaba el berrinche.Constancio Bernaldo de Quirós era un profeta: y no sólo porque pegara pistoletazos en el desierto, sino porque supo traspasar, aupándose a hombros del maestro Giner, el muro psicológico que impedía a los hombres de su época acercarse a la naturaleza con curiosidad y grandeza de espíritu, vaticinando un conflicto entre montañeros y domingueros que va para largo. Y ciertamente es una lástima que, casi un siglo después de Constancio, aún haya capitalinos que se paseen por los jardines de La Granja y, en llegando a la cerca que los separa del auténtico bosque, giren sobre sus talones y bajen al pueblo a zamparse unos judiones.

Antes de Constancio, todavía era peor. En el siglo XV, Enrique IV, el coleccionista de animales exóticos, utilizaba los montes de Valsaín como un safari park con permiso de caza, y parece que fue durante un comprometido lance con una fiera africana que el soberano se encomendó a San Ildefonso para salvar el pellejo, consagrándole al poco una ermita (1450) en señal de gratitud. Isabel y Fernando cedieron el eremitorio a los monjes jerónimos del Parral, que siglos después edificaran una granja y una hospedería; y ya en el XVIII, Felipe V, a quien sí le pesaba el lugar, lo compró para retirarse humildemente tras abdicar en su hijo Luis I, pero como el joven se muriera, cambió de idea y mandó construir un palacio y unos jardines dignos de un rey en activo. Un alto muro de seis kilómetros ciñe este paraíso artificial en el que. resuenan los ecos de desposorios reales, embajadas solemnes e intrigas palaciegas. Más allá del jardín, por el exterior de la tapia, discurre el camino de quienes prefieren todo lo contrario: paraísos naturales, silencio y observar las obras de los poderosos a prudente distancia.

La vera del paredón

Desde la puerta de Segovia, que es la que se topa uno al bajar en coche desde Navacerrada, el excursionista retrocederá un kilómetro por la carretera del puerto, caminando bajo añosos plátanos para tomar la primera desviación asfaltada a la izquierda y alcanzar, al cabo de similar trecho, la puerta de los Baños de Diana.A partir de aquí, no hay pérdida posible: basta ascender a la vera del paredón -por una de las matas de pino silvestre más bellas de la sierra- hasta plantarse, en menos de una hora, en el Esquinazo, como se denomina al ángulo oriental de la tapia. Éste es el punto culminante del recorrido y el que más vistas depara: desde el cerro del Moño de la Tía Andrea hasta las cumbres de Siete Picos, Montón de Trigo y la Pinareja; desde la parte alta de los jardines -maraña de robles, cerezos y castaños de indias- hasta la más ordenada y próxima a palacio donde las verdinegras secuoyas se recortan sobre la fachada trazada por Jubara.

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