Lázaro
Llevo años leyendo los artículos de Lázaro Carreter -que ahora edita Círculo de Lectores- y aprendiendo de ellos. Han mejorado con el tiempo: cada vez hay menos fastidio y más asombro. En algunos, incluso, sus baterías retóricas despliegan un imprevisto escorzo y acaban apuntando hacia el propio cronista del dislate. Se trata de un escorzo magnífico. Y necesario: vuelan sus dardos, pero el infinitivo radiofónico sigue ahí, eructando sin tregua. Y la pólvora gastada en el pasado para denunciar el galicismo produce, hoy certidumbres pírricas: como la derivada de que el diccionario de la Academia recoja dos significados casi antagónicos para el verbo enervarse. Lázaro aparece hoy como un viejo aristócrata melancólico, más cinico que sentimental, y éste es un rol estupendo para alguien que pudo ser un policía. Tiene además el buen gusto de no antropomorfizar la lengua en exceso -un poco se le permite: deformación, encariñamiento profesional-, dotándola de emociones y hasta de uso de razón, y no suele usar, en consecuencia, esas metáforas que huelen a ropa vieja, hablando de ella como de un cuerpo enfermo. Además, no es periodista, que yo sepa, y, por tanto, no tiene necesidad alguna de practicar esa autocaridad mediática que consiste en golpearse tres veces en el pecho, yo pecador, acusándose de maltratar la lengua por necesidades del guión diario. La gran mayoría de esos contritos no maltratan la lengua: es que no la tratan, y acusarse sólo es una forma ilusoria de redención. Cuando ya se escriben novelas y poemas en spanglish y cuando es in contestable que la lengua crece y se forma, al compás del hombre, con la traición y el pecado, Lázaro ya no impone penitencias. Como los buenos capellanes, le interesa más la taxonomía del mal que su extinción.
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