Los jurados: ¿intrusos en la Justicia?
El mismo artículo 125 de la Constitución que contempla la institución del jurado como instrumento de participación popular en la administración de justicia habilita a los ciudadanos para ejercer la acción popular. La plasmación legal de esta última en 1985 ha permitido, desde entonces, un uso desmedido, atrabiliario y pervertido y ha generado -junto a su ejercicio correcto en algunos casos- una tipología de individuos impresentables dedicados a cultivarla. Sin embargo a los 17 años de funcionamiento de la acción popular, y a pesar de tratarse de una novedad sin apoyo en el derecho comparado, no se conoce ninguna iniciativa legislativa seria encaminada a acomodarla a su justo alcance jurídico y a impedir que la pretendida institución democrática se convierta en un deporte desestabilizador en manos de aventureros o vengativos. Al fin y al cabo, anima el cotarro mediático y sirve en bandeja piezas suculentas a jueces justicieros, ávidos de causas generales contra personas privadas.En, cambio, al primer tropiezo serio del jurado, antes de que transcurran 10 meses de aplicación de la ley que lo reinstauró, quienes desde siempre consideraron que los ciudadanos son unos intrusos a la hora de impartir esa justicia constitucional que -¿retóricamente?- "emana del pueblo" ya se han movido con habilidosos argumentos descalificadores, y en estos momentos hay en el Parlamento una propuesta formal para descafeinarla. Tienen razón quienes aseguran que la polémica sobre el jurado no debe plantearse maniqueamente tomo un asunto de izquierdistas contra derechistas o de progresistas frente a conservadores. De hacerlo así corre uno el riesgo de llevarse sorpresas. Es mucho mas sencillo: la raya divisoria entre los partidarios y los detractores del jurado puro deja a un lado a los que confían en sus conciudadanos para la resolución de unos cuantos conflictos penales y sitúa enfrente a los que consideran que administrar Justicia es patrimonio de una profesión -cuando no de una casta- poseedora de unas determinadas técnicas enjuiciadoras complejísimas, sublimes e intransferibles.
Luego resulta que, cuando se conoce la mecánica aligerada de deliberación de algunas salas, o se sabe que muchas veces sólo el ponente trabaja la sentencia para vestir de ropaje jurídico la decisión ya tomada, o se nos revela que algunos magistrados otorgan por teléfono su asentimiento a la resolución colegiada, o comentan con un jurista amigo, o con su esposa, el intríngulis de la decisión que tienen entre manos, todo ese complejo procedimiento tecnificado de evaluaciones probatorias y de ímprobas capacidades de comprensión de las pericias se nos cae un poco a los pies. Poco importa que ese proceder rutinario que describo no ocurra siempre, si las leyes procesales permiten que se produzca, como permiten que formen sala jueces sustitutos, sin formación, y nadie combate esas disposiciones legales.
Porque lo que es seguro es que la criticada ley del jurado -con sus indudables imperfecciones- obliga a que los nueve ciudadanos que forman el colegio decisorio tras asistir a la vista oral, en la que las partes despliegan su arsenal probatorio, se reúnan inmediatamente a deliberar para responder a las preguntas planteadas por el magistrado presidente, juez profesional, técnico, jurista, encargado de instruir a los, jurados y de traducirles las complejidades procesales, que tampoco son tan alambicadas ni esotéricas y que, en definitiva, afectan al enjuiciamiento penal de conductas humanas.
¿Por qué, entonces, ocurrió la catastrófica sentencia del caso Otegi? Porque los jurados, no sabemos si por miedo por sectarismo -dos pecados también al alcance de cualquier juez-, resolvieron injustamente. Ni siquiera optaron por la salida que, como calificación alternativa -homicidio con eximente inclompleta de trastorno mental transitorio-, les ofreció el abogado defensor de Mikel Otegui, para quien solicitó una condena "a la pena mínima".
Pero ése no es un problema de la institución del jurado ni de la ley que la regula. Siempre alguien se deja decidir cabe la posibilidad de que decida mal; de lo contrario, para juzgar bastaría un ordenador.
Lo importante es que la posibilidad de corrección de la injusticia, frente a lo que creen los pesimistas, se desprende de la propia deficiencia del enjuiciamiento. Los jurados han omitido "qué elementos de convicción" tuvieron en cuenta para exculpar a Otegi, y eso, según el propio magistrado-presidente, puede fundamentar un recurso de apelación. Habrá, pues, ocasión de corregir el veredicto, por inaplicación de la exigencia legal de motivación de la decisión.
El problema del caso Otegi no es el problema del jurado puro, sino el problema del País Vasco. Si los integrantes del jurado han actuado movidos por el miedo, les ha ocurrido como a tantos que, deseando llevar un lazo azul en su solapa, aceptan quitárselo; estando en contra de un paro, cierran su comercio cuando es HB quien convoca la huelga; pagan contra su voluntad el llamado impuesto revolucionario, o hacen llegar a ETA los millones necesarios para liberar al familiar secuestrado. Por algo los asuntos de terrorismo se enjuician en Madrid. Y no es seguro que el escabinado o jurado mixto -defendido desde siempre por el procesalista Vicente Gimeno Sendra y al que ahora se convierten, como mal menor, según ellos, algunos antijuradistas contumaces- hubiera arrojado una solución diferente. Porque no fue la falta de conocimientos técnicos o la insuficiente instrucción por parte del magistrado-presidente lo que condujo al fallo absolutorio. Fue, por el contrario, la voluntad de absolver lo que llevó al jurado del caso Otegi a sobrepasar incluso el planteamiento alternativo de la defensa. Un jurado mixto, como los que funcionan en otros países europeos -con nueve o seis legos en derecho y tres o dos jueces profesionales, respectivamente-, habría tenido ocasión de seguir el criterio técnico de los jueces profesionales, pero los jurados legos en derecho habrían contado en todo caso con mayoría suficiente, para afirmar, como hizo el jurado del caso Otegi, que "en el momento de disparar el arma, el acusado no fue en absoluto dueño de su acto".
Nadie se asombre demasiado ante este fallo injusto. Porque es injusto, pero no insólito en la justicia española... profesional, por supuesto. Es emblemático el caso del comisario Manuel Ballesteros, absuelto por la Sala Segunda de lo Penal del Tribunal Supremo del delito de denegación de auxilio a la justicia tras negarse a revelar la identidad de tres individuos que cruzaron violentamente la frontera franco-española el 23 de noviembre de 1980; poco después del ametrallamiento del bar Hendayais, en Hendaya, que produjo tres muertos y nueve heridos. El Supremo revocó la condena de la Audiencia Provincial de San Sebastián, que declaró probados tales hechos.
No cabe aquí la enumeración de resoluciones judiciales injustas. Pero sí destacar que ninguna de ellas ha suscitado críticas al sistema procesal que permite a los jueces tomar decisiones, sino a las propias decisiones tomadas o a sus autores.
Tampoco en el caso del jurado es a la institución o a la ley que la regula a las que deben atribuirse los males, derivados de supuesta en funcionamiento, que, con, menos de 10 meses de rodaje en un país de poca tradición juradista y mucha moda judicialista, ha de estimarse bastante aceptable en su conjunto.
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