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La mudanza

Rosa Montero

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En estos días me estoy mudando de casa. Dicen los expertos que mudarse es la segunda causa de estrés que existe, después de la muerte de un pariente próximo. Este cataclismo privado te sucede varias veces en la vida y va dejando muescas en la memoria. A medida que envejeces llegas con más inquietud a la nueva casa porque eres más consciente de la precariedad de todo: ¿seré feliz aquí? O, por lo menos, ¿no caeré en la desgracia? Como se ve, esto de la mudanza da para mucho: exacerba esa tendencia a la filosofía barata que cultivamos con fruición todos los columnistas.Mudarse es una pequeña muerte. Las innumerables pérdidas de la vida se condensan de repente en la pérdida monumental de tu madriguera. Adiós a todo esto, a diez años de tu pasado, o quince, o cinco; a lo que soñé y lo que logré y lo que sufrí entre esos muros. Atrás queda la casa, obscena en su repentina desnudez de muebles, reverberante de ruidos familiares. Atrás dejas siempre una pizca de ti, un pedazo de tu sombra.

Pero además de caos y desconcierto, en toda mudanza hay un espejismo de renacimiento. Bien, te dices: en la nueva casa tendré siempre todos los armarios ordenados, y me levantaré antes, y me organizaré mucho mejor. En la nueva casa me libraré de los trajes, los pensamientos y los comportamientos inútiles, insistes en el ensueño, cada vez más encendido de proyectos. Y veré más a mis hijos, mis perros, mis amigos; seré más laborioso, más alto y más feliz, disparatas ya en pleno delirio, porque la ambición humana es infinita. Qué excitante es esa breve fantasía de renovación: llegas a creerte capaz de reinventarte. Después, claro está, caerá sobre ti la realidad, y dentro de un año tu casa volverá a ser la misma de siempre, el lugar de tus manías y tus rutinas. Y en estas pequeñas cosa se va yendo la vida.

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