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CUARENTA AÑOS DEL TRATADO DE ROMA

Europa encara el siglo XXI

Gigante comercial y primera potencia de solidaridad, la UE es aún un enano político

Xavier Vidal-Folch

Hace cuatro décadas, la crisis de Suez y la represión soviética de la revolución húngara precipitaron la necesidad de fundar la CEE, sobre el esquema de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), que había comunitarizado el carbón y el acero de vencedores y vencidos en la II Guerra Mundial. El boicoteo de la Comunidad de Defensa por la Asamblea francesa en 1954; la hostilidad británica a todo proyecto que desbordase una mera zona de libre cambio; y las dudas francesas de última hora pusieron en vilo el proyecto de los Seis. La necesidad doblegó las resistencias.Nació el tratado. Europa lo recibió displicente. "Es una macedonia", escribió Le Monde. "Como un paso hacia los Estados Unidos de Europa, nacido de la constatación de que los Estados europeos nacionales se han convertido en anacronismos históricos incapaces de sobrevivir por si mismos, y por consiguiente deben. unirse o perecer", lo aplaudió The New York Times. La lejana España, escéptica ante la unión aduanera, las cuatro libertades (circulación de personas, mercancías, capitales y servicios) y las normas comunes antimonopolio, se preguntó: "¿Con qué singulares milagros se alcanzaría todo esto, aun en el término de 20 o 25 años?", en profética crónica de Abc.

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Ambicioso objetivo

La construcción europea es mítica y paradójica. Los fundadores albergaban un ambicioso objetivo político: la unidad. Pero para lograrlo escogieron un modestísimo mecanismo económico, funcional, de pequeños pasos, como sostenía el arquitecto del invento, Jean Monnet. Porque "Europa no se creará de repente, según un plan general único", sino a través de "realizaciones concretas que creen previamente una solidaridad de facto", según estableció la Declaración Schuman en 1950.Desde entonces, todo paso trae dolor, pues es renuncia. La unidad se fragua sincopadamente. Siempre bordea la crisis, pero casi nunca rompe la cuerda. Todo Gobierno discrepante sabe que es más lo que le une que lo que le separa. Cuando se aproxima el precipicio -en la crisis de las sillas vacías de 1965, en la del grito thatcheriano I want my money back de 1979 o en la de las vacas locas de 1996; en realidad, cada semana- aparecen fórmulas de compromiso. Irrumpe, resorte automático, la voluntad de avanzar sin vencidos. La actual Unión Europea (UE) es una espesa malla de equilibrios: entre instituciones; entre países grandes y pequeños; agrícolas e industriales; nórdicos y mediterráneos. Y por tanto, un motor lento, a gasóleo, pero irrompible.

"Europa ha avanzado más en 40 años que EE UU en sus primeros cien años", escribió Enrique Barón. La prueba del éxito, para los escépticos, viene de fuera. De las sucesivas ampliaciones. Viene del fracaso del invento alternativo británico, la EFTA. De la creciente lista de candidatos a integrarse en la UE. De la reiterada copia del modelo de integración regional adoptado aquí. Como a la España de la transición, se la percibe mejor desde fuera que desde dentro.

La UE ha alcanzado sus tres grandes objetivos. Con sobresaliente, el de asentar el más largo periodo de paz puertas adentro entre antiguos rivales militares. Y el de asegurar la prosperidad de su población: la renta per cápita de los Quince equivale a la de EE UU. Y la tasa media de crecimiento económico entre 1966 y 1994 del núcleo inicial coincide con el del gran rival: el 2,5% anual.

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Avanza con notable en la reválida de la solidaridad interna o cohesión económica y social. Cierto que el más próspero Estado norteamericano es sólo dos veces más rico que el más pobre, mientras la región europea más rica (Hamburgo) lo es cuatro veces más que la más desvalida (Alentejo). Pero es que Europa va absorbiendo pobres. En 1983, los cuatro países de la cohesión (España, Irlanda, Portugal y Grecia) alcanzaban sólo un 66% del PIB medio comunitario, y en 1993 superaban el 74%: en 10 años recuperaron ocho puntos, la convergencia real. Cierto que el desempleo afecta al 10% de la población activa de los Quince, y apenas al 6% de la norteamericana. Pero la bolsa de pobreza europea se acota en el 5,5% de la población, y la de EE UU alcanza al 16%. Aquí hay conflicto social, allá estallidos.

Pese a estos logros, la imagen de la empresa es mediocre. Y en etapas de vacas flacas cunde el euroescepticismo. ¿Por qué? Porque los buenos resultados los capitalizan los Gobiernos mientras imputan los problemas a Bruselas. Porque los procesos de decisión son alambicados y prolijos. Porque las malas nuevas (enfrentamientos, fracasos) tapan a las buenas (acuerdos). Porque los lobbies más activos se envuelven en banderas fáciles y sentimentales cuando pierden una batalla interna.

El Consejo dispone

Así, lo más original es lo que más se critica. Junto al Tribunal de Justicia, la Comisión -hija de la Alta Autoridad de la CECA- es el mecanismo que aporta el embrión de supranacionalidad, el motor federativo inédito en otras construcciones políticas. Es el más vapuleado. Se le supone poder, pero apenas sólo ejecuta y propone. Es el Consejo de Ministros quien al final dispone. La Comisión, sobre todo en la época de Jacques Delors, va de reo, de monstruo burocrático. ¡Y con una plantilla inferior a la del Ayuntamiento de París!Quizá esta paradoja provenga de que crear una suerte de superestado o un área supranacional de competencias compartidas, como insiste Europa desde hace cuatro décadas, es empeño inédito en la historia. Los Estados nacionales se galvanizaron en guerra contra el enemigo exterior, fuese el reino vecino o la metrópoli colonial. La vis federativa europea se alimenta sólo del te mor a repetir los errores propios y de la competencia civilizada con los otros grandes (EE UU o Japón). Quizá es que el reto per fora muy hondo. De los cuatro grandes atributos de la soberanía nacional -fronteras, moneda, diplomacia, soldados-, las fronteras están prácticamente comunitarizadas, la moneda lo será dentro de un año, y las di plomacias se interpenetrarán con la reforma del Tratado de Maastricht. Sin necesidad de guerras.

Paradojas finales. La Europa próspera, hija al cabo de Voltaire y de Camus, se siente con razón culpable de la escasa permeabilidad de sus fronteras a los desheredados del Sur. Pero también sangra -sin razón- si los rivales comerciales la acusan de convertirse en paraíso inexpugnable, la fortaleza Europa. ¡Cuando absorbe el 39,7% de las importaciones de todo el orbe, contra el 14,4% de EE UU! (informe anual del GATT de 1992). Y plañe por la inoperancia de su política exterior en Yugoslavia, Zaire, ¿Albania?... cuando es la pagana de la ayuda humanitaria mundial (UE más los Quince, 54%; EE UU, 32%; otros, 12%, según datos de la Comisión). Europa, primera potencia comercial del mundo, primera potencia en solidaridad, es aún un enano político, cierto. Por eso el proyecto fundado en Roma está inacabado. Vivo.

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