El proyecto de Roma sigue vivo a final del siglo
Las imágenes en blanco y negro, sobrias, austeras, de las firmas de los Tratados de Roma nos restituyen, precisamente por su carácter esencial, el pleno valor del acontecimiento que el fin de siglo permite considerar como el más trascendental para nuestro continente entre los que han jalonado su dramático camino. Otros acuerdos, incluso acompañados de ceremonias más solemnes, no han resistido al ritmo tumultuoso de la historia. En cambio, el proyecto de Roma, conservando toda su fuerza, sigue intacto para sostener la Europa que cruza el umbral del tercer milenio.Acogemos hoy en Roma a los ministros de Exteriores de la Unión Europea. La presidencia holandesa ha aceptado que la conferencia intergubernamental para la revisión de los tratados se reúna en el Capitolio. La significación de los lugares no puede dejarnos indiferentes: Paul-Henri Spaak, en efecto, había sugerido firmar en Roma los tratados, ya que "en tres ocasiones desde esta ciudad, a lo largo de su historia milenaria, se había difundido a Europa un gran mensaje de civilización". Sin embargo, el poder evocador de Roma no sería suficiente sin una profunda conciencia por parte de los Gobiernos de lo que está en juego.
Ahora, la certera utopía inicial debe ser actualizada para darle un contenido adecuado a nuestros tiempos: ya no se trata de asegurar la reconciliación entre Francia y Alemania, sino entre dos Europas durante mucho tiempo divididas por la Guerra Fría. Ya no se trata de garantizar la seguridad frente a un sistema afianzado por valores hostiles, sino de buscar una protección eficaz frente a nuevos desafios. Ya no se trata del bienestar y de la competitividad dentro de la Europa carolingia, sino de la confrontación con la economía global. El camino de la integración europea se ha puesto de nuevo en marcha, pasando una vez más por Roma. Decisiones ineludibles se presentan ante nosotros, si bien distan mucho de estar totalmente asumidas.
En primer lugar hay que considerar el difícil, pero indispensable, camino hacia la moneda única. Sobre este tema se ha dicho mucho, quizá, demasiado. El rigor de la moneda tiene bases racionales e ideales, pero no bastan los buenos propósitos para superar las trabas políticas, económicas y sociales que ésta trae consigo, más aún si se considera la presión de unos plazos cada vez más cortos. Cualquier duda sobre la meta más ambiciosa -la más amplia y decisiva transferencia de la soberanía pública de estos 40 años- expone el mercado y las monedas más débiles a los vientos de la especulación. Pero en caso de fracaso de la moneda un surco aún más profundo acabaría interponiéndose entre los países fuertes y los débiles; con peajes de soberanía mucho más pesados que los segundos, acabarían pagando a los primeros. Sin un poder político europeo más visible los ajustes ligados a la moneda llegarían a ser socialmente más precarios, acentuando una fragilidad que, a veces, parece aflorar de repente.De ahí la importancia de las instituciones. Europa no es, en contra de la imagen que algunos quieren transmitir, una torre de marfil erigida sobre el egoísmo de los bancos centrales, y precisamente por esto no puede seguir actuando con el actual armazón institucional. Los instrumentos de hace 40 años ya no son suficientes. Sobre todo, no bastan para acoger aquellos países que antes constituían un bloque alternativo con relación a la Unión y que hoy, sin embargo, quieren entrar en ella con plenos derechos. Por otra parte, la ruptura de los diques que habían mantenido hasta ayer a Europa inmovilizada ha ocasionado, entre otras cosas, un nuevo tipo de nomadismo a escala internacional. Europa no puede convertirse en un albergue clandestino de pueblos en movimiento. Por eso es necesario realizar integralmente la libre circulación de los ciudadanos en el seno de la Unión, gestionar conjuntamente el acceso a Europa de las personas procedentes de países terceros y sus condiciones de acogida. Se impone, además, un más alto nivel de cooperación en la lucha contra el crimen organizado, el terrorismo, la proliferación de armamento y en favor de la defensa de los más débiles, comenzando por la infancia. Tenemos que conceder al civis europeo la facultad de moverse a sus anchas en un espacio único de libertad de derechos y de seguridad. Seguridad también en términos económicos: demasiados recelos frenan la inclusión en el tratado de una estrategia común sobre el empleo, sin la cual se corre el riesgo de alentar el crecimiento de una generación sin trabajo y sin esperanzas.La política exterior de la Unión no puede ser la de la Sociedad de las Naciones. Debe ser fuerte y puntual en la programación, en las decisiones, en las acciones; debe disponer de medios, incluso militares, creíbles, en simbiosis con las estructuras atlánticas. Sólo así Europa estará en condiciones de facilitar ayudas e inversiones, y también de vincularlas al respeto de las más elementales reglas democráticas. No son suficientes los llamamientos a la concordia; tampoco sirve cultivar la soberbia tentación del aislamiento, y mucho menos con respecto a los huérfanos del comunismo, a los desheredados, a todo el, abanico de crisis que va desde el Golfo hasta el Mediterráneo. Demasiados retrasos, demasiadas concepciones obsoletas de la soberanía nacional obstaculizan aún hoy -por ejemplo, en lo relativo a la introducción del voto por mayoría en el Consejo- el desarrollo de las condiciones favorables a una creíble acción exterior de la Unión.
¿Qué instituciones podrán sostener estas nuevas ambiciones? No siempre aprecio, en todos nuestros socios, la suficiente conciencia de que sólo una más racional composición de la Comisión, la generalización en el Consejo del voto por mayoría, el reequilibrio del peso de los diferentes Estados miembros y la plena paridad entre Consejo y Parlamento Europeo en el plano legislativo permitirán adquirir el espesor institucional indispensable a la Europa de mañana.
Europa debe poder avanzar según la renovación constitucional que está siendo discutida en la conferencia intergubernamental, una renovación que podría llegar a ser la más significativa desde la firma de los Tratados de Roma. También entonces Europa se dividió, puesto que seis países se adelantaron. Hoy, contrariamente a lo de entonces, aplicando la flexibilidad o la integración diferenciada, la división podría mantenerse en el seno de la robusta trama común de la Unión, asumiendo un carácter temporal y siendo sostenida por reglas y garantías que faciliten enganches posteriores. Tal vez la Europa del 2000 esté destinada a, avanzar más por medio de una lenta geometría variable que siguiendo calendarios fijos y reglas rígidas. Tampoco esta vez, como en el pasado, tendremos los Estados Unidos de Europa. Pero sí tendremos una Unión capaz de condicionar profundamente los Estados, en un cruce de soberanías múltiples que no se excluyen, sino que, más bien, se superponen.
La coyuntura obliga a tomar decisiones rápidas. Europa se ha edificado sobre la autodisciplina, cada uno ha sacrificado su poder, con mayor clarividencia cuanto más grande éste fuera, transmitiéndolo a las instituciones, europeizándolo. La generación que ha protagonizado la construcción de Europa después de la II Guerra Mundial está desapareciendo; cuanto más difícil sea para la nueva generación captar el pleno significado de la aventura europea, más urgente son los caminos que hagan irreversible el proceso de integración. Entre la reunión que hoy tiene lugar en Roma y el próximo Consejo Europeo de Amsterdam se reanuda el camino que, con la reforma de las instituciones, la moneda y la ampliación, prepara la Europa del siglo que viene. Nos gustaría que su clase política se confirmara hoy tan iluminada como hace 40 años.
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