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Tribuna
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La Cosa

Andrés Ortega

La integración europea ha ido conformando una nueva forma política que sigue evolucionando hacia un destino aún abierto. Con la Unión Europea estamos ante mucho más que una organización internacional, pero no ante un Estado, ni siquiera una federación, por no hablar de otro término también confuso, como el de confederación. Es, sin embargo, al que acude el Tribunal Constitucional alemán al describir esta cosa como una "confederación de Estados democráticos tendentes a un desarrollo dinámico".Es un modelo original, en el que los Estados aportan parte de sus competencias para ponerlas en común y ejercerlas conjuntamente. Es lo que se llama -aquí sí- soberanía compartida. Supone a menudo un grado de supranacionalidad, en el sentido de que un Estado miembro se puede ver obligado a acatar decisiones tomadas contra su parecer por los demás, por mayoría cualificada o por decisión de órganos como la Comisión Europea o el Tribunal de Justicia. Lo que, por una parte, plantea crecientes problemas de legitimación democrática de estas decisiones colectivas, y, por otra, dudas sobre la viabilidad de un sistema pensado inicialmente para seis miembros, que ahora se ha estirado para funcionar con 15, pero que podría verse sometido a la presión de veinte o más, y más de 300 millones de habitantes. Un modelo cuya complejidad crecerá aún más si se confirman los inevitables esquemas de geometría variable.

Con todo esto, los Estados no han desaparecido. Por el contrario, cabe defender -y hay una creciente literatura al respecto- que su integración ha fortalecido a los Estados participantes, frente a la doble tensión de la mundialización y de la atomización regional. Bien es verdad que la UE es algo más, mucho más, que la suma de sus Estados miembros, y que el propio proceso de integración ha generado dinámicas propias que pueden redibujar a largo plazo el mapa real de Europa.

Ahora bien, si hasta Maastricht había imperado el método Monnet, por el nombre de su impulsor, de avanzar en la integración europea por medio de la creación de solidaridades de hecho, ya sea en el terreno de la energía, del mercado o de la política de cohesión, el Tratado de la Unión Europea firmado en 1992 trata primordialmente de responder a un desafío externo: el del cambio de paradigma que trae consigo el fin de la Guerra Fría y la coincidente globalización de la economía y las; comunicaciones. Pues ahora la integración europea debe demostrar que es capaz de servir de mediación entre el ciudadano o el Estado y el mundo global, en la hora del tiempo mundial que glosa Zaki Laïdi. Éste es el sentido de la moneda única, el sentido de la política exterior y de seguridad común, y de otros procesos en curso de forma ción que ya no responden al esquema principalmente funcionalista de 40 años atrás. El verdadero reto de este fin de siglo para la integración europea es configurar un marco en el que pueda desarrollarse y per feccionarse un modelo que aúne eficiencia, equidad y libertad. ¿Mas, cuánto más podrá la integración europea salvar a sus Estados sin transformarse a sí misma en algo mucho más político? Poco.

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