La aportación de España
El cuarenta aniversario de la firma de los Tratados de Roma coincide con unas circunstancias absolutamente excepcionales de la historia de nuestro continente, que en estos momentos me parecen importantes recordar. En primer lugar, la caída del telón de acero en 1989 nos sitúa ante la necesidad urgente de diseñar y llevar a la práctica un nuevo modelo de relaciones entre nuestros países que garantice, a escala de nuestro continente, la convivencia pacífica de las futuras generaciones de europeos.No se trata en absoluto de impulsar visiones apocalípticas, pronosticando conflictos bélicos similares a los que Europa ha vivido en épocas pasadas y recientes, sino dar una solución concreta a la común percepción de la realidad con la que nos enfrentamos. Por otra parte, la seguridad no es un objetivo que un país -ni siquiera un grupo de países-, por desarrollado que sea, pueda alcanzar en Europa de forma aislada. O se logra de forma colectiva o, como la historia nos ha demostrado, la aparente seguridad de unos pocos es percibida como una amenaza por los excluidos, y a plazo degenera en enfrentamientos. Por otra parte, la noción de seguridad no es solamente un concepto con contenido militar, sino, y fundamentalmente, basada en el hecho de compartir unos mismos valores de convivencia que, de forma sintética, pueden traducirse en la existencia de Estados, plenamente democráticos.
En la actualidad hay distintos procesos en marcha que deben desembocar en conseguir ese modelo de estabilidad: la Unión Europea es, desde nuestro punto de vista, la piedra angular de la futura arquitectura, siendo la conferencia interguberamental (CIG) y la ampliación sus retos particulares. Pero hay otros foros, como la OTAN, la OSCE (Organización para la Cooperación y Seguridad en Europa) y las negociaciones de desarme, donde también se debe resolver este complejo rompecabezas.
España, país geográficamente periférico y, hasta no hace tanto tiempo, ausente en gran medida del debate europeo, participa ahora en él activa y constructivamente. Nuestras, propuestas sobre la Unión Europea Occidental (UEO), o la generosa participación de nuestros hombres en la antigua Yugoslavia, son algunas demostraciones prácticas no sólo de que los Pirineos no existen, sino de que, sinceramente, asumimos que los vecinos de nuestros vecinos lo son también de España.
En segundo lugar, Europa debe hacer frente a los nuevos desafíos sociales y económicos que ya están pasándonos factura bajo la forma de unas tasas de desempleo absolutamente inaceptables.
Los límites del Tratado de Roma para responder de forma válida a las exigencias de una economía mundializada se vieron ya en los años ochenta, y obtuvieron una respuesta en la idea de mercado interior que se plasmó en el Acta única. Sin embargo, también este concepto de zona de libre cambio sofisticada ha sido a su vez superado por el dinamismo imparable de las economías emergentes. En medio de una polémica a veces atizada por intereses miopes, Europa avanza, con dificultad, a lo que desde un comienzo fue su objetivo en el campo económico, es decir, la Unión Económica y Monetaria (UEM).
La UEM no está basada en el capricho de unos teóricos, sino en el convencimiento profundo de que solamente una integración económica real, que no puede tener otro símbolo que su unidad de funcionamiento y medida -¿qué otra cosa es la moneda?-, es el medio para poder legar, también a las futuras generaciones, un nivel de vida alto y duradero. Si los conflictos militares son el riesgo a evitar en el terreno de seguridad, las devaluaciones buscadas o forzadas representan el terreno minado que tenemos que soslayar si queremos mantener un mercado a escala europea y unas economías sin inflación y con bajos tipos de interés. También España, en este campo, está dando muestras de gran lucidez, sorprendiendo a algunos, en nuestro empeño por cumplir con los requisitos previstos en el Tratado de Maastricht, aportando con ello al acervo común una economía sana de cerca de 40 millones de consumidores.
Por último, Europa se enfrenta a un nuevo reto que posiblemente no estaba previsto en los estudios de prognosis sobre las necesidades del siglo XXI. Me refiero a la exigencia de conciliar la libertad y el respeto de las leyes. La abolición de las fronteras internas en la Unión, una nueva ola de grandes movimientos de población y la realidad, que no simple amenaza, del crimen organizado a nivel internacional reclaman soluciones, también a escala europea.
En un espacio de individuos cada vez más libres, gracias al continuo desarrollo y al respeto más estricto y garantizado de los derechos humanos, políticos y culturales, en un espacio cada vez más rico y heterogéneo en cuanto a su diversidad racial y nacional, en un espacio cada vez más intercomunicado por los avances en los transportes y en la tecnología de los servicios, necesitamos unos medios para asegurar que se respeta nuestro acervo de normas de conducta que nos hemos dado a través de nuestas instituciones democráticas.
España, país de emigración masiva en la fecha del aniversario que ahora celebramos, es 40 años más tarde un país donde residen de forma permanente más de medio millón de extranjeros y en condiciones de integración comparables a nuestros vecinos de la Unión. España, cuyo proceso democrático, que incluía un sistema respetuoso con la diversidad regional existente, es un punto de referencia para quienes se encuentran en esta senda, sufre con especial violencia las plagas contemporáneas del terrorismo, del narcotráfico y de otras formas de crimen organizado. Por eso, también en este campo hemos hecho propuestas innovadoras, con el objetivo de consolidar ese espacio de libertad que todos ansiamos.
Europa, y España en Europa, que han sabido en estos 40 años poner los cimientos y comenzar a construir el edificio de la integración, deben saber ahora rematar esta obra, dando respuesta a los principales problemas con los que nos enfrentamos. La paz, la prosperidad y la libertad de nuestros hijos dependen de que seamos capaces de encontrar soluciones a estas cuestiones cruciales. La tarea no es fácil, pero ni mucho menos imposible. Al contrario, podemos ser optimistas, pues tenemos los medios y la voluntad de conseguirlo.
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