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Ramón de Jabugo

Ustedes disimulen la licencia que titula esta croniquilla.. Se refiere a Ramón Gómez de la Serna, escritor madrileño de mejor sustancia y de mayores honduras y altitud en nuestras letras autonómicas. Puro jabugo de carne, veta y tuétano excelsos. Le han despachado con una calle en el por ahora extrarradio, por la colonia del Pino y Peña Grande, que se contorsiona y luego se: bifurca como si quisiera evitar hundirse en la avenida del Cardenal Herrera Oria, un periodista que se hizo jesuita y ganó el capelo. Andurriales del callejero urbano que baraja los nombres de Alejandro Casona, Rosalía de Castro, Clarín, con' sorprendentes dedicatorias a Sandalia Navas y Angelita Camarero, a más del vecino elenco del archipiélago Pacífico.Ramón ha sido uno más entre los típicos españoles que el español rechaza, porque aquí se desconfía del talento. Escaló las cimas de la consideración literaria, quizá porque entonces disfrutaba de independencia económica, una acreditada fórmula de manumitir la libertad personal hasta que un estrepitoso suceso, la guerra civil, le echa de España. No se marchó, ni se parapetó en el exilio, sino que, a los 48 años, hubo de elegir entre un hosco y amenazador ostracismo interior y el compás de espera en Buenos Aires. Regresa, diez años después, a este su pueblo, que le congela el alma y la subsistencia, rebotándole a la pobreza ultramarina, en la que sigue, independiente, hasta los 75 años de su edad, y le llega la muerte, tan callando.

Esa vida y esa obra eran el motivo de que se prendieran las luces en el paraninfo de la Universidad Complutense, la vieja Central, de la Ancha de San Bernardo, lumbrera de un Madrid cochambroso y entrañable. Austera, esplendorosa, catedralicia el aula magna, traspuesto el zaguán de piedra, hay que salvar la gran puerta de acceso al recinto que ese día pasado hospedó a la Real Academia de Doctores. En la bóveda, filigranas estofadas en oro, 22 medallones, con figuras notables, muros entelados, lámparas laterales, bronce y cristal, y, al fondo, el amplio estrado, sobre cuatro escalones. Al fondo, en un soberbio repostero, posiblemente de la Real Fábrica de Tapices, el melancólico cisne de Cisneros -¡qué hermoso emblema!- abate el cuello sobre el ala izquierda, con una mirada de reojo al pecho ajedrezado. La presidencia está condenada a tenerlo a las espaldas; lo contemplan los espectadores desde unas veinte filas de incómodos asientos de madera, porque ahí se va a escuchar.

Celebra la sesión la Academia para recibir a un nuevo miembro, cosa extraña, infrecuente, un periodista. El protocolario discurso versa sobre Ramón Gómez de la Serna, patrimonio de Madrid, y el neófito, Luis Prados de la Plaza, hinca el bisturí, inquisitivo y amoroso, en el personaje. Le responde otro periodista, que cierra la corta nómina en la institución, Enrique de Aguinaga, veterano colega nuestro. Hay admiración, respeto y conocimiento de la figura de Ramón en ambas alocuciones, reunidas, como es de precepto, en volumen editado de antemano. Hay entre el público gentes que conocieron al escritor y le trataron, además de quien contesta al recipiendario, que mantuvo frecuente trato. En la primera fila, un escritor gallego de largo testimonio, tanto que, ha cumplido 90 años, de los que Jesús Suevos se siente ufano. "Me encuentro bien, para tan larga vida", nos dice, "preparando la veste blanca y el encuentro con la Santa Compaña". Con afecto retrucamos: "Difícil será, amigo, que conozcas a alguien". Filas más atrás, menudo y avizor, otro periodista y escritor de madrileñías, José Montero Alonso, cumplidos ya los 92 con lozana capacidad intelectual. Parece que este oficio, y el de los faranduleros, propicia alta longevidad para sobrellevar los achaques.

Hieráticos, los doctores, de ambos sexos, ocupan su escaño, tocados de birrete y arropados los hombros con la muceta, de distintos colores, sobre la toga talar. Se rinde homenaje a un hijo de la Villa, de primera magnitud, un escritor como la copa de un pino, un creador inagotable con el que Madrid se ha portado cerdamente. Por vía de los recientes exegetas, recuperamos el renovado gusto de un genio, curado entre las nieves del desdén, la envidia y la mentira, que tan lejos le tuvieron encerrado. Ramón es, al mundo literario que acoge, recoge y arroja esta ciudad, como una profusa y sabrosa loncha de jamón de Jabugo.

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