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La criminalidad atenaza el futuro de América Latina

Ladronzuelos, matones y policías reciclados causan estragos en muchos países del continente

Juan Jesús Aznárez

Muchos años después Manuel Murillo aún recuerda su condición de víctima propiciatoria de un policía malasombra. Periódicamente cruzaba, un semáforo de Caracas, y se cuidaba de hacerlo en verde sabiéndose acechado. Igual le daba al otro. "Te fregaste otra vez 'broder'. Pasaste en rojo". Su palabra contra la del agente daltónico. A la espera del veredicto, más temible que la injusta multa, procedía la retención del conductor en celdas compartidas con sacamantecas de verdad. Murillo prefería pagar. Fije una broma lo suyo de compararse con los atracos y asesiatos de ahora en América Latina. La marginación, pobreza y desempleo, el narcotráfico, el alcohol, la corrupción policial y la masiva convocatoria al consumo se combinan con resultados mortíferos: la seguridad ciudadana atraviesa momentos críticos. Carlos Francica, directivo del Instituto de Criminología del Servicio Penitenciario Federal de Buenos Aires, dice que niños muy pequeños, empujados por la violencia familiar, se incorporan a las bandas, pues su único registro es la hostilidad, la violencia, la marginación. "La infancia apenas alcanza a ser un tiempo biológico para ellos. Y a diferencia de otros años no tan lejanos, hoy emplean armas de fuego, producen lesiones, matan". Quienes tienen miedo y dinero en Latinoamérica cercan sus viviendas, contratan guardaespaldas, o escuadrones de la muerte en algunos casos, y limitan paseos y salidas a cenar. El incremento de la delincuencia agobia a los gobiernos de Colombia, Brasil, Venezuela o Perú, ahuyenta a los inversores y turistas, retrasa el crecimiento, del PIB y se manifiesta alcista porque incorporó elementos nuevos a un fenómeno de causas complejas y antiguas.

Anualmente, el, índice de muertos por violencia común en América Latina se sitúa en tornó a 20 por cada 10.000 habitantes, y se dobla en Bogotá, Sáo Paulo o Caracas. Según estadístisticas del Banco Mundial, el promedio pasó de 20,5 en la turbulenta Colombia en el periodo comprendido entre finales de los setenta y principios de los ochenta a 89,5 muertos en los años noventa. En Brasil, subió de 11,5 a 19,7; en México pasó de 18,2 a 17,8; en Venezuela, de 11,7 a 15,2, y en Perú, de 2,4 a 11,5. El Salvador figura como la nación más violenta del mundo: a razón de 140 asesinatos cada 100.000 habitantes. Los robos callejeros y de coches también se duplicaron. Al delincuente tradicional se sumó en los, ochenta el matonismo de los carteles del narcotráfico y la "mano de obra desocupada": policías expulsados del cuerpo por corrupción, ex represores sin potro, sicarios sin capo, guerrilleros sin causa, bregados todos en apretar gatillos e igualmente dispuestos a reventar camiones blindados o las tripas de secuestrados abandonados a su suerte.

Marina quería volver a España horas después del susto más grande de su vida. Viajaba con su esposo, ejecutivo de la Telefónica en Lima, en un todoterreno cuando perdieron el vehículo y las carteras a manos de seis hombres de armas largas, chalecos antibalas y trazas de haber llevado uniforme.

Afortunadamente, esa partida conocía bien el oficio, por que pocos trances atemorizan tanto como un atracador tembloroso o adolescentes droga dos blandiendos pistolas: chavales de 15 años han perdido la vida por negarse a entregar unas zapatillas de marca. Les mataron otros niños que comenzaron como Alejandro: "Me gustaba aspirar [pegamento] de madrugada. Cuando más frío hacía y cuando más solo me sentía". Esta era la confesión de un pibe argentino que no llega a los diez años, ni a la. edad de empuñar pistola. Cuestión de tiempo. Los asaltantes del matrimonio español amedrentaron: "La flaca colabora, pero él parece que no". Uno asestó un tortazo al marido por mirarle de reojo. "Claro, os pedimos a los ricos y no nos dais, pues tenemos que quitároslo". En Lima y otras grandes urbes ha surgido además una nueva modalidad delictival' generalmente ausente de las páginas de sucesos porque no se denuncian. Son los secuestros al paso. Varios al día. "Tenemos a su esposo, a su hijo o a su madre. Queremos 5.000 dólares en dos horas", vienen a decir los captores, que exigen cantidades consideradas de desembolso rápido.

Emigración y paro

La masiva emigración campesina a partir de los años sesenta, bien sea porque los sembrados no cundían porque fueron campo de batalla entre el ejército y la guerrilla o atraída por el fulgor de las estanterías urbanas, desequilibró la situación: el 75% de la población habita en las ciudades, y prosperaron los menos entre los emigrantes. El resto malvive, o quedó atrapado por el alcohol y la droga, que hicieron estragos. A partir de entonces no se respetaron ni vidas ni haciendas. El aumento del paro, en la primera fase de la liberalización económica de buena parte de la región, contribuyó a agravar el problema. Cientos de miles de despedidos de las empresas privatizadas, a quienes la indemnización no basta, establecieron pequeñas industrias, puestos ambulantes o compraron un coche para habilitarlo como taxi. El australiano Alan Young fue atracado por un taxista en Buenos Aires. Dos personas abordaron el vehículo en un punto del recorrido, rociaron los ojos del viajero con un aerosol y le aturdieron a golpes. Perdió 600 dólares (casi 90.000 pesetas), dos cámaras de vídeo, una fotográfica, la computadora y las primeras 200 páginas de un libro sobre vinos. "Es una tragedia no poder sentirse seguro", se lamentaba Young. Pero Argentina, Chile, Uruguay y Paraguay son países más seguros, y los delitos cometidos, menos graves, generalmente incruentos. La evolución del índice de muertos por cada 100.000 habitantes no alarma tanto: Argentina pasó de 3,9 a 4,8; Chile, de 2,6 a 3; Paraguay, de 5,1 a 4,4, y Uruguay, de 2,6 a 4,4. Ecuador se sitúa en la mitad de la tabla: de 6,4 pasó a 10,3. "Ustedes tienen un país y una ciudad hermosa, pero no tienen que dejar que estas cosas ocurran", declaraba a la prensa el australiano. En eso anda, tropezando, América Latina.

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