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La muerte de la vejez

"La cuestión no es tanto añadir más años a la vida, como más vida a los años". En los tiempos presentes y en los inmediatos, aparecerán otras sentencias de parecido estilo. De la misma manera que el crecimiento económico occidental se ha sofrenado, la biología y los laboratorios farmacéuticos tienen planteado como desafío el objetivo de ralentizar la vida.Si los años no pueden dilatarse mucho en horizontal, se les hace cundir en vertical. Las más recientes investigaciones muestran que la pretensión es hacedera y las mejores teorías abundan en el crédito de la misma aspiración. La vejez, que era tenida como una vasija de miserias, se sustituye, con las últimas constataciones del centro Hopkins, en Baltimore, por un estadio al que no ha de pasarle necesariamente todo lo malo, degenerativo y descalificador, sino el periodo donde la vida adquiere otro sentido sin ofuscar la riqueza de existir.

La gran masa de ancianos saltando la barrera del siglo XX justificaría políticamente la oportunidad de esta doctrina pero, además, técnicamente, los investigadores de Baltimore demuestran que, en cualquier circunstancia, un corazón sano de 80 años puede funcionar tan eficazmente como otro saludable en un joven de 26. Se trata, efectivamente, de cuidarse. Pero, tambíen, de lo que es más decisivo: descuidarse del miedo a envejecer. Ni todos envejecemos a la misma velocidad ni envejecemos de la misma forma. Una demostración casera es la creencia -unas veces errónea y otras acertada- de que parecen más viejos que nosotros los amigos y amigas de la misma generación.

.En esta sociedad que Sagrera llamó "edadista", los cumpleaños, a partir de un momento, caen encima como una tara. Se oculta o disimula la edad, se teme ganar años en correspondencia con el crédito que se va perdiendo en la cotización exterior. En lugar de contemplar la vida como una totalidad, la cultura mercantil nos ha instruido en la práctica de marcar con etiquetas de rebajas los productos que se pasan de temporada. Si no se es rey, presidente de Gobierno, director de un gran banco o premio Nobel, por encima de los cincuenta el precio desciende en todos los mercados. No importa socialmente cómo se encuentre uno mismo, lo que cuenta es cómo nos contabiliza el patrón de valor.

En tiempos de jubilaciones anticipadas, regateos de pensiones, lamentos sobre la carga de la demografía madura, la edad ha empeorado en consideración. Sólo los cosmetólogos, los psicólogos, el Inserso y los representantes de Dios siguen procurando alguna ayuda. La generalidad de tales auxilios benéficos poseen, con todo, la frágil condición de maquillajes y rió redimen de la marginación. Ahora, sin embargo, llega la ciencia con su firme espada en defensa de los mayores.

Según las conclusiones del Johns Hopkins, el cerebro humano dispone de una potencia tan holgada para producir y producir energía que tampoco, contra lo que algunos suponen, los ancianos se vuelven imbéciles. Si han perdido memoria o se demoran en alguna operación, disfrutan en cambio de otros circuitos de apreciación y discernimiento que les valida para completar una sociedad más compleja. En simple edad del bronce la media de vida no pasaba de los 20 años; el plazo mínimo para que la especie perviviera. En los tiempos de Molière, sus vejestorios tenían cuarenta años pero con ellos avanzaba el conocimiento necesario a la ocasión. En 1973, no obstante, cuando se afianzaba el mundo postindustrial, la línea de vejez empezó a fijarse en 70 años. Actualmente, en pleno año 2.000, esta frontera se aplaza al punto que tiende a convertirse en asíntota de la muerte. No hay, prácticamerte, vejez. Ni, por lo tanto, caducidad, ni despecho. Todos los vivos se convierten en equivalentes y sólo la defunción descarta. Exactamente difunto quiere decir privado de función; un instante antes: todos iguales, todos diferentes.

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