España y el debate sobre la autodeterminación
El nivel actual de los estudios españoles sobre el nacionalismo es un reflejo de la disposición de nuestro mundo universitario a la asunción de sus responsabilidades sociales. Dentro de esos trabajos, resultaría extraño que se hubiera dado la espalda a un tema como el de la autodeterminación. Es verdad que su presencia en la agenda política responde, en lo sustancial, a una imposición antidemocrática, y que ni los españoles en general ni los vascos en particular pensaríamos con tanta frecuencia en ella si no mediara la presión del terrorismo y de quienes, objetivamente, se han beneficiado en términos políticos de sus trágicas consecuencias. Atendiendo a esta circunstancia, se comprende que los políticos demócratas se resistan a considerar la cuestión de la autodeterminación. Pero lo que es válido para el político no lo es tanto, o lo es de forma distinta, para el profesor y el intelectual.No es éste el momento para proceder al inventario y la valoración de los estudios españoles sobre el particular. Baste señalar que no hay aspecto significativo de la autodeterminación que no haya sido tratado con cuidado y buena información por parte de una comunidad académica consciente de la importancia del asunto. Debemos aceptar, sin embargo, que todo este meritorio esfuerzo colectivo ha ofrecido muy pobres resultados a la hora de, contribuir a un planteamiento más realista y razonable de la cuestión. Como pauta general, entre el trabajo de nuestros universitarios y las posiciones de los políticos nacionalistas, particularmente de los políticos nacionalistas vascos, se ha abierto un foso de casi imposible superación. Los estudios españoles sobre estas cuestiones han conseguido trasladar a la comunidad universitaria la complejidad y las dificultades puestas de manifiesto por una abundantísima literatura occidental que, desde el último tercio del siglo pasado, lleva reflexionando sobre la tensión entre un supuestamente evidente derecho de autodeterminación y las incertidumbres relativas al autos protagonista de la determinación, al alcance de esta misma de terminación y a la naturaleza del derecho invocado. Al parecer, nada de ello ha podido atravesar la coraza de unos políticos nacionalistas dispuestos a no sucumbir a las asechanzas de aquellos a quienes han decidido ver como sus enemigos.
Cuando en 1862 se preguntaba lord Acton por la naturaleza del nacionalismo, adelantaba una perspectiva para explicar su atractivo que todavía puede servirnos para comprender la idea de autodeterminación dominante en algunos ambientes: "La búsqueda de un objetivo remoto e ideal que cautiva a la imaginación por su brillo y a la razón por su simplicidad, genera una energía que no podría ser inspirada por un fin racional y posible, limitado por aspiraciones antagónicas y confinado al campo de lo razonable, posible y justo". Brillo, simplicidad y rotundidad son los materiales que Georges Sorel hubiera demandado para la construcción del mito capaz de desencadenar significativas energías revolucionarias.
Una reflexión realista sobre la idea de autodeterminación que pretenda ir más allá de las propuestas de un tradicional o renovado principio de las nacionalidades, debe atender al núcleo duro de su contenido: la hipótesis de ruptura de una comunidad política, incluso de una comunidad política democrática: y secular, como consecuencia de la decisión mayoritaria de una colectividad de ciudadanos territorialmente agrupados. Entiendo que una sociedad moderna, pluralista, tolerante e informada puede admitir, con carácter excepcional, una vía de solución en el caso de que se produzca una situación de esta naturaleza. Es razonable, sin embargo, que un hecho de tanto alcance como es la posible ruptura de un Estado democrático, acaso también un Estado nacional con una larga historia a sus espaldas, necesite de una justificación ad hoc que no es reducible a la mera expresión de un acto de voluntad. A nadie se le ocurriría, pongo por caso, pedir un referéndum para la abolición de la propiedad privada, la liquidación de la familia o el establecimiento del comunismo libertario, sin adelantar los argumentos supuestamente justificativos de tamañas propuestas. Y, por cierto, todavía sería más difícil imaginar que honrados propietarios, buenos padres de familia y ciudadanos de orden exigieran la celebración de los correspondientes referendos por el gusto de ejercitar sus facultades de autogobierno.
Conocidos las razones y los objetivos que amparan la eventual demanda secesionista, parecería sensato debatir la posibilidad de defender esos objetivos por vías menos traumáticas que la voladura de un Estado democrático y una nación secular y la introducción de un previsible desgarro en el territorio afectado por la demanda secesionista. Caso de que fracasara este proceso negociador, resultaría obligado poner en relación los hipotéticos beneficios a obtener de la secesión con los posibles costes que esta decisión podría tener para el conjunto de los afectados, dando entrada así a la opinión de quienes hasta el momento de plantearse la, secesión han compartido la misma realidad estatal y nacional y garantizando, hasta donde lo permita el agrupamiento territorial de la población afectada, el derecho de los ciudadanos contrarios a la ruptura de la comunidad política existente. Finalmente, si agotado este proceso se mantuviera la voluntad secesionista de un importante número de ciudadanos, habría llegado el momento de estudiar la reforma Constitucional y las garantías procedimentales para la eventual consulta popular. Unas garantías que deberían ser proporcionadas al alcance y consecuencias, probablemente irreversibles, de la iniciativa separadora. No creo que, desde la lógica liberal-democrática, exista otro camino distinto al descrito para tomar en consideración una propuesta tan extraordinaria y de implicaciones tan revolucionarias como la que estamos considerando. Fuera de él, solamente queda abierta la vía de la guerra civil, la confianza en los avatares de la política internacional o el recurso a diversas formas de intimidación capaces de doblegar la observancia del Estado de derecho. Para utilizar esta segunda opción se requiere una visión mitificada, casi mágica, de la idea de autodeterminación. Y se requiere también, muy especialmente, la existencia de una sociedad en que los valores sobre los que se asienta el orden liberal-democrático han sido destruidos o neutralizados por la acción de sus adversarios. Hay pocas dudas de que, alcanzada tal situación, el debate académico en torno a estas cuestiones pierde su sentido. Solamente queda entonces la opción de aunar esfuerzos para recuperar un clima social y político que pueda volver a dar sentido al -debate de las ideas.
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