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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Pelea doméstica

EL LUGAR decisivo que ocupa CiU en la política española desde 1993 amplifica los efectos de las crisis domésticas que periódicamente sacuden a la coalición. El desencadenante de la última bronca ha sido el proyecto de nueva ley lingüística preparado por el Gobierno catalán. El presidente del consejo de Unió, Josep Antoni Duran i Lleida, se limitó a declarar que será la ponencia parlamentaria única la que decidirá los criterios básicos de la nueva legislación y no el Gobierno catalán, en un gesto que fue interpretado con demasiado pundonor por parte de Pujol. Acostumbrado a templar y mandar en su partido como en la coalición, el presidente catalán tiene el hábito de no admitir más matizaciones que las propias, y de presentar como grave desacato cualquier observación que no cuente con su permiso.Pero esta vez Duran le ha echado un pulso a Pujol y lo ha ganado. Pujol le exigió una rectificación, y no la habrá. Le amenazó con la ruptura de la coalición, y no habrá ruptura. Al menos por el momento. Unió estaba en desacuerdo con un aspecto concreto del proyecto lingüístico de Pujol, en sintonía con discrepancias manifestadas por muchas otras voces: no tiene lógica, si se quiere evitar una fractura social a causa de la lengua, someter las relaciones económicas y comerciales privadas a un régimen lingüístico obligatorio y con sanciones. Unió escogió el camino de la insinuación y de la reserva más que el de la denuncia frontal, cosa que al parecer no hizo sino excitar más las susceptibilidades de sus socios.

La crisis se ha cerrado, pero en falso. El fondo de la cuestión, que es determinar quien manda y cómo se distribuye el poder dentro de la coalición, ni está resuelto ni puede estarlo de momento. Convergència Democrática de Catalunya (CDC) ha conseguido convertirse en un instrumento de funcionamiento perfecto al servicio del presidente catalán, pero a costa de desmochar todo atisbo de liderazgo que pudiera apuntar a la sucesión, empezando por el dirigente mejor preparado y cualificado, que es Miquel Róca y Junyent, definitivamente marginado de la cúpula del partido. Mientras CDC se sometía a esta depuración personalista, Unió ha ido creciendo y aumentando su influencia y su imagen, y ha sido capaz a la vez de adueñarse de posiciones políticas razonables y legítimas y de presentar a un dirigente más joven y con autoridad para aguantarle, los pulsos a Pujol.

Duran ha reclamado una renovación de las bases ideológicas del nacionalismo, ha defendido la necesidad de implicar más directamente a la coalición en el gobierno del Estado, ha propugnado la negociación unitaria de todas las fuerzas catalanas sobre el desarrollo de los futuros techos autonómicos. Y ahora sé ha plantado ante los intentos reglamentistas e intervencionistas del nacionalismo pujolista. Frente a estas posiciones, el único mensaje que ha sabido emitir Pujol ha sido que él es quien manda: a la hora de renovar el nacionalismo, de decidir las modalidades de participación en la política española, de determinar cómo debe producirse la negociación con Madrid o de modular la legislación lingüística. La paradoja del asunto reside en que las observaciones de Unió podrían haber salido perfectamente de la boca de Pujol, quien ha defendido en múltiples ocasiones la importancia del mantenimiento de la cohesión social en la normalización lingüística y ha solido ser muy comprensivo con la autonomía de los intereses empresariales. Pero que sea otro quien lo plantee es recibido casi como un desacato.

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