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Tribuna:
Tribuna
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La otra cara de Francia

Es una historia de esas que sólo ocurren en Francia. Un cuarto Ayuntamiento cae en manos del Frente Nacional. Alerta: los políticos concentran toda la energía que les queda en buscar los medios para detener el avance del populismo, la estrategia a adoptar para que Le Pen no se convierta en las próximas elecciones en el árbitro en más de 250 circunscripciones. Tras el electrochoque, el sobresalto.Éste es el momento escogido por los cineastas, más tarde por los artistas y finalmente por los escritores para proclamar que se van a negar a informar a su Ayuntamiento de cuándo se marcha un extranjero legalmente acogido en su casa, aun a riesgo de facilitar su conversión en inmigrante clandestino. Todo ello para evitar pasar a la infame condición de delatores. Enviar a un extranjero un certificado de alojamiento para que consiga un visado temporal, sí. Avisar del momento en que termina su estancia, no. La hospitalidad convive mal con la policía. Al menos en Francia, afortunadamente. Todo el mundillo de la cultura se ha indignado. Hasta aquí, perfecto.

Pero la coincidencia de estos dos hechos produce mareos. La caída de Vitrolles en manos del Frente Nacional ha provocado en las mentes de los firmantes una suerte de enfrentamiento imaginario entre los extranjeros y los votantes del Frente Nacional. Como si la solidaridad con aquéllos pudiera constituir una forma de lucha contra éstos. ¿Gana Le Pen? Pierde el extranjero. Por lo tanto, para derrotar a Le Pen hay que proteger al extranjero.

Sin embargo, no ha sido contra Le Pen contra quien se ha organizado rápidamente esa resistencia, entusiasta y cautivadora, sino contra el ministro Jean-Louis Debré, que dio el paso en falso más grave de toda su vida: un artículo, añadido en el último momento a un proyecto de ley, encendió la mecha. Nos persuadimos de que el peligro no proviene tanto de Le Pen, ese payaso siniestro, sino de un Gobierno perverso e inconsecuente, aun cuando éste se desgañite profiriendo improperios contra Le Pen, que se los devuelve con creces.

Y es entonces cuando comienza el patinazo. Varios actores, y no de los menos simpáticos, declaran en televisión que el Gobierno intenta hacernos creer que el principal problema de este país es la inmigración cuando en realidad es el paro. Pero ésta es la estrategia del Frente Nacional, nunca he visto que fuera una maniobra del primer ministro, Juppé, quien precisamente sólo se ocupa del paro. Es Le Pen quien declara: "Expulsad a los inmigrantes y tendréis empleos". Otro actor, aún más simpático, sugirió que el Gobierno pretendía lograr la victoria en los dos frentes: en el centro-izquierda, al condenar a Le Pen, y en el centro-derecha, mediante medidas lepenistas. ¡Por Dios! Si este asunto del alojamiento hace que el Gobierno obtenga un solo voto de los electores del Frente Nacional, no tendré más remedio que reconocer mi confusión.

No he firmado el llamamiento de los cineastas. En primer lugar, porque al disponer de una tribuna de opinión no firmo ninguna petición. En segundo lugar, por las razones que he expuesto más arriba. Por último, porque considero que hay que tener sentido de la oportunidad política, del timing. Cada cosa tiene su tiempo. A mi parecer, lo urgente, hoy, es recuperar a los proletarios franceses atraídos por el Frente Nacional, a los cuales nadie sabe hablar. En lo que a las acusaciones se refiere, no tardará en llegarle el turno al Gobierno, porque tengo una cosa que pedirle que no es la retirada de esa obligación de declarar cuándo se va un extranjero.

Hay algo aún mucho más grave. Es una vergüenza mantener la ley Pasqua, aprobada hace tres años, por la que se suspende la nacionalidad francesa antes de los 16 años para los extranjeros nacidos en suelo francés. En su momento, debió merecer una movilización de la cultura en su contra. Yo aplaudía la idea de que un joven tuviera que confirmar a esa edad si deseaba seguir siendo francés, pero a condición, por supuesto, de que entre su nacimiento y la ratificación fuera considerado francés a todos los efectos. Se ha pervertido el espíritu de esta ley y se ha hecho de todo joven francés que aún no ha ratificado su situación un apátrida. Es una vergüenza.

Volvamos a los extranjeros susceptibles de convertirse en clandestinos. A mi manera -espero que de izquierdas- tengo mis sospechas. No quiero que se conviertan primero en esclavos de los que organizan la emigración clandestina y luego de los negreros, que se vean condenados de por vida a devolver las deudas que han contraído con unos y con otros. No quiero que, tras pasar a Francia en unas condiciones espantosas, queden reducidos a la condición de infrahombres en la sombra que sólo pueden reunir el dinero que adeudan mediante el tráfico de droga, la prostitución y todo tipo de delincuencia, para terminar su vida en una cárcel que les deshumanizará del todo.

No quiero que provoquen un aumento de los problemas que tienen sus hermanos legalmente instalados en Francia y que están en vías de integrarse. Me niego a que alimenten los recelos y los odios de los racistas del Frente Nacional. En un momento en que la nación francesa necesita más tiempo para acoger e integrar a sus extranjeros, les digo a los inmigrantes clandestinos, o quisiera hacerles saber, que aquí sólo hallarán la exclusión y la desgracia. Si llaman a mi puerta, les abriré y, por supuesto, no les denunciaré. Pero no haré de este comportamiento individual una norma general.

Mi mayor preocupación, porque tengo la mayor compasión para con ellos, es que los candidatos a la inmigración ilegal se vean disuadidos a inmigrar. Aún no estamos preparados para recibirlos adecuadamente. Lo estuvimos, y confío en que volvamos a estarlo, pero por el momento no lo estamos. Por todo ello, no he firmado el manifiesto. Pero soy reincidente. Tampoco firmé el célebre Llamamiento de los 121 durante la guerra de Argelia. Eran 121 "intelectuales". Estaba tan comprometido como ellos, e incluso más aún si fuera posible. Pero cuando Marguerite Duras y Dionys Mascolo vinieron a mostrarme el texto del llamamiento, les dije que añadieran unos párrafos sobre los franceses de Argelia (que podían ser víctimas de los insurrectos en caso de deserción de las fuerzas del orden).

Marguerite, que nació en Indochina, y sabía lo que es ser colono, lo comprendió enseguida. Fueron a ver a Sartre para modificar el texto. Encontraron sólo a Simone de Beauvoir. Se negó. Sartre dijo más tarde que habría aceptado mis modifica-

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ciones. Pero él texto no fue modificado y yo no lo firmé. Me criticaron por ello. Y lo que es peor, molestos porque no lo hubiera firmado, mis amigos hicieron como si lo hubiera hecho. ¿Quiere ello decir que estoy en contra de los manifiestos? No. Pero comentémoslo.

En 1960, durante la guerra de Argelia, la totalidad de los 121 intelectuales firmantes del llamamiento a la deserción no pretendían realmente que, frente a unos, argelinos insurrectos, los soldados del contingente dejaran las armas, huyeran y pusieran en peligro a la población civil, tanto musulmana como europea. Los 121 pedían a los soldados que todavía no habían salido de Francia que se escaparan.

El 5 de abril de 1971, con motivo del llamado manifiesto "de las guarras", la práctica totalidad de las 343 mujeres firmantes que declaraban haber abortado o estar dispuestas a hacerlo estaban a salvo de esa clase de adversidad. Pero provocaban la buena conciencia y la mala fe de toda una sociedad.

Estos manifiestos son, sobre todo, un desafío. Los firmantes deciden quedarse durante un momento al margen de la ley. Se convierten en unos "fuera de la ley", expresando así, a título personal, una justicia que sería universal y superior, situada por encima de las leyes que los hombres se otorgan para reprimirse los unos a los otros.

¿Cuál es el balance? En los tres casos citados, y a pesar de los abusos verbales y de los excesos de comportamiento, el balance es ampliamente positivo. Los firmantes lograron hacer avanzar de forma clara las causas que, defendían. Hicieron que estallara en pedazos el tabú de una ley, y al suscitar la idea de un comportamiento alternativo posible, lograron una ruptura y provocaron un interrogante. Me quito el sombrero.

Nuestros cineastas, por ejemplo, acaban de lograr que las cosas cambien notablemente. No necesariamente aquello que les ha servido de pretexto, pero han mostrado a los extranjeros, sean turistas, residentes, inmigrantes legales o clandestinos, y a todos aquellos que empezaban a tener una mala imagen de Francia que lo importante en una gran democracia no es que no. se produzcan hechos deplorables (¿qué país puede jactarse de ello?); sino que, cada vez que se producen, hay una protesta espontánea, masiva y decidida.

¿Ha habido un resultado positivo? No hay más que ver los desahogos en los periódicos. Incluso de Tahar Ben Jelloun, al que creíamos más protegido, nos ha confesado que ha renunciado a trasladar a su madre de Marruecos a París. Tras este manifiesto, el extranjero se sentirá un poco menos solo y el Frente Nacional más aislado. Como esos sacerdotes que quieren hacer de su iglesia una casa de Dios inviolable, cada firmante ha declarado al extranjero: "No tengas miedo, mi casa será tu refugio". Muy bien. Pero ¿no falta algo?

¿No creen que alguien políticamente responsable podría haber sugerido a los cineastas que no se olvidasen de los votantes desesperados que apoyan a Le Pen por rechazo a todos los otros, por vivir una tragedia cotidiana, por unos, prejuicios que alimentan toda la información exterior sobre el fanatismo? ¿No temen que ser solidario únicamente con los extranjeros les aleje aún más de los votantes del Frente Nacional que buscan al menos algo de comprensión, o incluso de compasión, entre sus compatriotas? Ya hemos experimentado esta clase de reacción. Durante la guerra de Argelia -no nos dimos cuenta hasta mucho más tarde-, incluso dentro de organizaciones tan fascistas como la Organización del Ejército Secreto (OAS) hubo europeos que sufrieron, sobre todo, por haber sido, abandonados por su "madre patria".

Si los votantes del Frente Nacional, miserablemente serenados por la actriz Brigitte Bardot, el director Claude Autant Lara y también -¡menudo escándalo!- por el as de ases de la aviación, el héroe Pierre Clostermann, tienen la sensación de que se prefiere a los extranjeros, no será esto lo que los saque de los sórdidos refugios que Le Pen ha construido para ellos. Al contrario, se sentirán denostados por la élite parisiense y encargados de la misión de encarnar al país real, a la Francia profunda.

Ahora quisiera, en favor de la claridad, resumir brevemente los argumentos que he sostenido estos días: 1) Por tradición, Francia es una tierra de asilo. Debido a su idiosincrasia, tiene la obligación de acoger a todos aquellos que, por motivos políticos o de violencia, desean huir de un país no democrático. 2) Francia es un país abierto a los extranjeros. Los acoge desde hace siglos, y en parte ha sido construida por ellos. A diferencia de casi todas las naciones europeas, adoptó el derecho de suelo, que convierte en franceses a todos los nacido en su territorio. 3) Hasta hace unos treinta años, esta misión se veía facilitada por la prosperidad económica, por el mantenimiento del imperio y, sobre todo, por una capacidad integradora mucho más fuerte que la de cualquier otro país del mundo. Pero desde hace algún tiempo, la prodigiosa maquinaria republicana, laica y francesa de fabricar franceses se ha averiado. Ya no podemos contar con un Ejército, ese crisol para la formación; ni con una Iglesia, ese aparato enmarcador; ni con la poderosa Confederación General de Trabajadores (CGT), que convertía las relaciones entre razas en relaciones de clase; ni, sobre todo, con la escuela, cuya misión era formar ciudadanos responsables, conocedores de la historia y de la epopeya de las instituciones republicanas en Francia. 4) Por último, los que se convertían en franceses no pretendían organizarse en, comunidades cerradas en sí mismas, sencillamente porque la escuela les había enseñado a convertirse en ciudadanos abiertos.

Un ejemplo: puede y debe haber un "islam francés". El que sólo existan "musulmanes residentes en Francia", que disponen de la nacionalidad francesa pero cuyas referencias culturales están en otros países, es algo contrario a la República. La generosidad francesa debe ser también correspondida con la adaptación. Si no fuera así, perdería rostro y su alma.

La conclusión de todo esto es que, de nuevo, necesitamos más tiempo que antes para asimilar lo que según nuestra naturaleza y nuestro destino debemos asimilar. Mientras, intentemos, si lo hacemos -y me gustaría que éste fuera el gran programa de la izquierda-, volver a poner en marcha la maravillosa maquinaria republicana para fabricar franceses, deberemos aceptar que hay que luchar, con todos los medios acordes con nuestros principios republicanos, contra la inmigración clandestina y lograr que la inmigración legal -que seguirá existiendo- esté más escalonada en el tiempo. Con un único objetivo: que nuestras fornteras estén abiertas cuanto antes a todos aquellos que quieran compartir pon nosotros el orgullo de ser franceses.

Posdata. A petición de varios amigos, hijos y sobrinos de deportados y de acuerdo con ellos, subrayo la obscenidad que consiste en relacionar la obligación de declarar cuando un extranjero deja de estar alojado en nuestra casa con la partida desde la Gare de l'Est hacia el campo de Auschwitz.

Jean Daniel es director del semanario francés Le Nouvel Observateur.

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