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Mirando hacia adelante con ira

Un libro recientemente publicado en Estados Unidos identifica la ira como el factor político-electoral más característico de esta última década de siglo (Susan J. Tolchin, The angry american. How voter rage is changing the nation). Una ira difusa y a menudo provocada por los motivos más contradictorios. Ira contra los excesivos impuestos, pero también contra los recortes de los servicios públicos. Ira contra la siempre creciente violencia, pero también contra todo intento de regular la venta y posesión de armas. Ira contra el liberalismo comercial, contra la creciente precarización del trabajo, pero también contra el intervencionismo gubernamental en la esfera de los valores y comportamientos privados. Ira de los blancos contra las. políticas de discriminación positiva a favor de las minorías étnicas, ira de los negros y de los hispanos contra la persistencia de actitudes y tendencias segregacionistas, ira de los negros contra los hispanos que poco a poco ocupan sus espacios económicos. Ira de las clases medias y altas contra los pobres que, se supone, viven a costa del Estado, es decir, de los contribuyentes. Ira de los pobres contra los ricos que una y otra vez imponen sus intereses especiales en la legislación. Ira de los medios de comunicación contra los políticos, ira de los políticos contra los medios de comunicación. Ira, en suma, de todos contra todos, pero, en especial, ira contra el Gobierno, gobierne quien gobierne, gobierne como gobierne. Ira que, en la propia escena política, se traduce en una creciente crispación, en el arinconamiento de las propuestas en favor de las descalificaciones, en el desplazamiento sistemático de los argumentos razonables en favor de los improperios.¿Acaso se halla Estados Unidos en plena crisis económica, en plena depresión? No exactamente. Más bien lo contrario. Nunca los norteamericanos habían vivido mejor, según todos los indicadores económicos. Tampoco habían estado nunca tan cabreados.

No es un fenómeno estrictamente norteamericano. Aunque con grados y modalidades distintas, en Italia, en Francia, en el Reino Unido, en Alemania, en Japón o, por supuesto, en España,la cólera y el berrinche van ganando posiciones en la escena político-social . Los Gobiernos cambian no porque se espere gran cosa de quienes se presentan como alternativa,sino porque se desespera de quienes están en ellos. Las convocatorias electorales, que antes eran ocasiones de oportunidad y de promesa, de prospección de un futuro ideal, están pasando a ser cada vez más ritos de venganza y castigo, a menudo de inmersión en algún pasado idealizado.

Cierto es que, ante un electorado encolerizado, la cólera paga altos dividendos a corto plazo. En 1992 no se votó tanto a favor de Clinton y de Ross Perot como contra George Bush ("¡Es la economía, estúpido!", fue la frase decisiva lanzada contra Bush- de los debates de la campaña electoral). En 1994, Gingrich y sus huestes de neoconservadores radicales arrasaron tras una campaña basada en cultivar los agravios del ciudadano blanco medio que siente tambalearse su mundo, en fomentar su resentimiento y en proyectarlo contra un Partido Demócrata presentado como el representante de todas las perversiones -económicas, culturales, morales- de los supuestos ideales tradicionales americanos. En 1996, han sido los demócratas quienes han podido reconducir parcialmente la ira hacia el propio Gingrich, que no sólo no ha sido capaz, por supuesto, de eliminar las causas del malestar social, sino que se ha visto implicado en todo tipo de manejos turbios y ha trasgredido todos los códigos éticos de la política estadounidense.

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También entre nosotros -sin duda, bajo la influencia de algunos astutos asesores de importación- la política está perdiendo su dimensión de gestión de los asuntos públicos y de los intereses generales para concentrarse en la manipulación de la ira, de la cólera, del cabreo. Canalizar el descontento hacia el adversario político, contribuir activamente a su descalificación, se convierte en . la estrategia básica, de toda fuerza que aspire a gobernar, o a permanecer en el poder, y no tenga ningún proyecto serio que ofrecer. Da igual cuál sea el pretexto: el paro, la financiación autonómica, la moneda única europea, los cadáveres sembrados por la barbarie terrorista, descodificadores digitales, el fútbol. Todo vale si hace daño. Lo esencial es endosarle el muerto al adversario.

Es demasiado fácil, sin embargo, cargar todas las tintas contra el establishment político y olvidar que por debajo de él -y con sus estrecha colaboración, desde luego- estamos asistiendo a un proceso de cambio acelerado sin precedentes, a un seísmo económico-social constante que destruye sistemáticamente muchos más puestos de trabajo de los que crea, que precariza los que conserva, que destruye o minimiza los espacios de encuentro y sociabilidad, que convierte en heroico -y, por tanto, en absolutamente excepcional- el ya de por sí delicado esfuerzo de crear y mantener unidades y relaciones familiares estables, etcétera. En suma, un proceso que hace temblar toda certeza, toda seguridad, que fragiliza toda situación y toda convicción, que genera angustia y miedo al futuro.

Porque ésos son algunos de los resultados -perversos, si se quiere, pero perfectamente conocidos y contrastados- de un modelo económico-social que confunde el desarrollo con el crecimiento ¡limitado, la racionalidad con la eficacia productivista y tecnocrática, el bienestar social con el aumento de los índices de producción y consumo, la democracia con la libertad de empresa.

El fracaso, hasta ahora, de los intentos de construir modos alternativos de producción y distribución se ha convertido en la gran coartada para que la gran mayoría de los profesionales de la política democrática hayan abandonado buena parte de su responsabilidad y de sus ideales a manos de una supuesta racionalidad objetiva de las fuerzas del mercado. Cuando es justamente esa hipotética racionalidad la que subvierte no sólo los mecanismos tradicionales de la vida política democrática, sino también, y muy especialmente, las formas y condiciones cotidianas de vida -el trabajo, los espacios físicos y simbólicos de convivencia y comunicación, las formas de organización familiar, los códigos morales y culturales- en que se basa la existencia del ciudadano común.

En este marco social resquebrajado, crecientemente desvertebrado, en el que el futuro es sentido como una amenaza, en el que las fuerzas políticas tradicionales se muestran dispuestas a "racionalizarlo" todo menos su propio comportamiento, la política deja de ser entendida y practicada como el espacio conflictivo pero común en el que vertebrar la diversidad, en el que formular e implementar propuestas generales de síntesis a partir de ideas e intereses divergentes, para pasar a ser, un mero campo de batalla de afirmaciones excluyentes y de intereses sectoriales irreductibles. Nunca hemos tenido mayores posibilidades "técnicas" y materiales de vivir mejor. Nunca hemos estado tan angustiados y cabreados. A falta de imaginación, de, atrevimiento y, de responsabilidad para enfrentarse a unos mecanismos y a unos intereses que las dominan y desbordan, las fuerzas políticas pueden intentar -como muchas hacen- subirse a la cresta del cabreo y surfear sus oleadas, escorándose acrobáticamente ahora hacia la derecha ahora. hacia la izquierda, tratando de ahogar de paso a sus competidores. Aunque a la corta o a la larga -generalmente, a la corta-, claro, el mejor surfista, se da el gran batacazo. Por suerte, nuestro país se halla lejos de la fragmentación y encolerización social, étnica y cultural que caracterizan a Estados Unidos. Mayor razón para que aquí sea especialmente absurdo e irresponsable cabalgar sobre la política de la ira.

Pep Subirós es escritor y filósofo.

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