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Monsieur Santer

Soledad Gallego-Díaz

El proceso de construcción europea está pasando por uno de sus momentos más importantes y más críticos. Las primeras nueve semanas del año han echado un jarro de agua fría sobre la euroeuforia del 96 y aunque los mercados siguen apostando por la entrada en vigor de la moneda única en los plazos previstos, se empieza a dibujar un horizonte pesimista, alentado y avivado, por motivos diversos, desde Londres y Bonn. Todo ello, bajo la desconcertada mirada de los franceses.Los intereses de Londres y Bonn son muy distintos, aunque, en algunos momentos, confluyen. El Reino Unido, sumergido en una decisiva campaña electoral, preferiría que la puesta en marcha del euro se aplazara. Bonn, mejor dicho el Bundesbank, pretende que arranque en 1999, pero sólo con un pequeño grupo de países y, como ya denunció el ex canciller Helmut Schmidt en un sonado artículo contra Hans Tietmeyer, ha abierto la puerta a un aquelarre. Sus continuas filtraciones sobre la imposibilidad de que accedan al euro los países mediterráneos -amplificadas por la prensa británica-, su inflexibilidad en la búsqueda de una moneda fuerte, unidas a los preocupantes datos sobre la economía alemana, están provocando un efecto buscado y otro probablemente indeseado.

El Bundesbank quiere que Italia, España y Portugal vayan pensando en un escenario "pre-in", con condiciones relativamente mejoradas, convencido de que Europa puede dejarles fuera y lanzar un euro que no plantee problemas y además convenga a Alemania. Pero tanto insiste en la catástrofe de un euro débil que al mismo tiempo que inquieta a los Gobiernos español o italiano, alemna a la opinión pública alemana, de por sí muy poco favorable al abandono del marco.

La posición del Bundesbank sería menos decisiva si él canciller Helmut Kohl, auténtico motor hasta ahora del proceso, se encontrara en un momento político más brillante y mantuviera una actitud más firme. O si Francia no atravesara también una crisis política, con un presidente de la República incapaz de encarnar ese liderazgo europeo.

Para colmo de males, la Comisión Europea, que tuvo sus momentos más brillantes bajo la dirección de Jacques Delors, está ahora en manos de un personaje gris, el luxemburgués Jacques Santer, que contempla el diluvio sin adoptar iniciativas capaces de avivar la llama.

Cierto que Santer llegó a la Comisión como una solución de emergencia, tras la negativa de Felipe González a presentar su candidatura. Cierto que sustituyó a uno de los políticos más brillantes que han pasado por Bruselas en toda su historia. Pero ya han transcurrido dos años desde que tomó posesión sin que se vislumbre cuál es su estrategia y sin que sea capaz de representar la cara de una Europa cada vez más necesitada de empuje y de peso político. Su propuesta más interesante, un pacto por el empleo, quedó en su día olvidada en los cajones, sin que su pretendida capacidad de diálogo sirviera para nada. Entonces sólo quedó patente otra de sus virtudes, la paciencia.

Quienes decidieron en el 95 colocar a Santer sabían que paralizaban el papel de la Comisión. Lo que a lo mejor no calcularon fue que neutralizar la Comisión, tenía un gran riesgo: que llegada una crisis esos aprendices de brujo no estuvieran tampoco en situación de dar la cara. Quien sí lo intuyó fue el Parlamento Europeo que ratificó su nombramiento- con un fuerte voto de castigo: 260 votos a favor y 238 en contra. Jacques Santer pidió entonces "una oportunidad" para demostrar su capacidad. Dos años después, lo más amable que se puede decir es que no la ha demostrado aún. Santer "nació feliz y morirá feliz". Así le describió un día el jefe de Gobierno de uno de los países miembros de la Unión Europea en un pequeño círculo de amigos. Pero lo que Europa necesita ahora es alguien quizá menos feliz, pero sobre todo menos paciente.

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