La única respuesta
Cada semana me pregunto si debo pasar, hablar de literatura, de bellas artes, de la memoria perdida de algunas cosas, o intervenir de lleno en el debate. Porque para intervenir, entre tantas voces airadas, muchas veces desconcertadas, contradictorias, hay que tener conciencia de poder aportar algo diferente. Y adquirir esa conciencia, esa seguridad tranquila, no es en absoluto fácil.Hace seis o siete años, en los tiempos en que la transición chilena daba sus primeros pasos, tuve una larga conversación en su departamento de Múnich con el poeta y ensayista alemán Hans Magnus Enzensberger, una de las mentes más lúcidas de Europa, uno de los analistas más interesantes de la política contemporánea. La conversación derivó en algún momento hacia el tema del terrorismo en las sociedades modernas. Se habían producido diversos atentados criminales en Chile y en otros países de América Latina, atentados que parecían el producto de una conspiración bien organizada y destinada a retardar los procesos de apertura hacia la democracia. Hans Magnus hizo a este respecto un comentario que no he olvidado. Dijo que había que descartar la teoría de la conspiración, que, a su juicio, no servía de gran cosa. El creía que el terrorismo es un mal inherente a las sociedades de este fin de siglo y que había que examinarlo, encararlo, combatirlo, desde esta perspectiva. Uno estaría expuesto siempre, en mayor o menor medida, a sufrir las consecuencias de un atentado terrorista, así como siempre está expuesto a ser víctima de un incendio o de un accidente de automóvil. Yo pensaba en los crímenes anarquistas del fin de siglo anterior, los de Barcelona y San Petersburgo, el del observatorio de Greenwich, descrito por Joseph Conrad en su novela El agente secreto. Era una simetría curiosa, pero no se trataba, claro está, de inventar conexiones y simetrías históricas más o menos irracionales.
No hay duda de que el terrorismo latinoamericano tiene orígenes y manifestaciones diferentes del europeo, pero no es inútil reflexionar sobre el aspecto internacional del fenómeno. Hoy día no existe ninguna sociedad humana que esté inmunizada, vacunada contra el terrorismo. Nuestra primera ingenuidad, ingenuidad compartida por todos los sectores y de la que todos somos responsables en alguna medida, ha consistido en pensar que Chile es diferente, que puede escapar, debido a su distancia geográfica, a su historia peculiar, a lo que sea, de los grandes males de este siglo. Esto de la diferencia chilena es una antigua obsesión provinciana de la que nos cuesta mucho liberarnos. La verdad, sin embargo, es que estamos amenazados, como todo el mundo, por todos los males contemporáneos: el terrorismo, el narcotráfico, el fanatismo, las dictaduras, incluso las guerras. La única defensa auténtica consiste en mantener una sociedad más o menos bien cohesionada, con una democracia sólida,con sistemas de justicia y de seguridad eficientes, con niveles aceptables de educación, con un desarrollo económico fuerte y a la vez humano, es decir, un desarrollo que no excluya la cultura, la defensa de la naturaleza, la igualdad de posibilidades. No es poco, desde luego, y ni siquiera así estaremos a salvo del terrorismo, pero es la única manera de acercarse a una forma de sociedad segura, habitable por todos. Observo que nosotros, en el Chile de hoy, nos perdemos con facilidad en discusiones politiqueras, enormemente confusas, y tendemos a olvidar el fondo de las cuestiones.
Los sucesos de la Embajada de Japón en Lima y del centro de alta seguridad (de altísima inseguridad) de la penitenciaría le Santiago tienen algunos puntos en común curiosamente reveladores. Ambos son secuelas de situaciones políticas que han cambiado mucho, pero que no han sido superadas en forma definitiva. En ambos casos, los atentados ocurren en países donde la democracia ha sufrido retrocesos o no termina de consolidarse. Podemos hablar hasta por los codos, pero en nuestros países todavía existen gérmenes de ilegitimidad política, gérmenes que son percibidos así por sectores importantes. El autogolpe de Fujimori, por ejemplo, es un vicio de origen, que le quita solidez a todos los argumentos oficiales esgrimidos contra el terrorismo. Nosotros, en Chile, tenemos una situación más estable, una democracia bastante más consolidada, pero los hechos nos demuestran a cada rato que la transición nuestra todavía es incompleta. Todavía no hemos podido resolver bien la relación entre el poder civil y el poder militar, tema esencial que incide en todas las manifestaciones de la vida chilena, aunque a nadie le guste mencionarlo, y esto ha impedido, en definitiva, combatir contra el terrorismo a fondo y con medios legales.
Una coincidencia importante en los sucesos de Lima y de Santiago es el objetivo final de las operaciones terroristas. No estamos en presencia de atentados contra el orden establecido, contra los respectivos Gobiernos, aun cuando los peruanos exijan un cambio del modelo económico. El objetivo central es conseguir la liberación o la evasión de los compañeros encarcelados. En Chile ya hay sectores que nos dicen que se trata de "combatientes" que arriesgaron sus vidas en la lucha contra la dictadura. Muchos no lo dicen, pero probablemente lo piensan. Al fin y al cabo, no todos los autores de crímenes de sangre están donde deberían estar. Por el otro lado, en el otro extremo del espectro político, escuchamos que el terrorismo de Estado fue necesario para que el terrorismo de extrema izquierda, el que ha vuelto a asomar la cabeza en estos días, "no nos comiera vivos".
Uno piensa que hemos sido demasiado optimistas, que estamos muy lejos aún de una transición a la manera española, para no hablar de una democracia a la europea. Nuestras sociedades siguen divididas, crispadas, polarizadas en forma, extrema. La extrema izquierda todavía habla en términos de guerra revolucionaria, aun cuando actúa, como hemos visto, con objetivos muy precisos y limitados. La derecha, salvo escasas excepciones, no parece hija de la democracia, sino nieta, o hija menor, del pinochetismo. Y el centro-Izquierda gobernante nos da demasiado a menudo una sensación de inseguridad, de convicción débil.
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