Lecho de brasas

Tete Montoliú se reencontraba con su creciente peña de incondicionales madrileños. Se puede comprender que, quizás por prescripción facultativa, el pianista catalán se tome las cosas con calma y apele a una dieta ligera de boleros a la espera de atacar los grandes platos jazzísticos. Se le vio sobrado de fuerzas para hacerlo, impaciente, como alentado por una urgencia feliz que le llamó a condensar toda su colosal sapiencia en unos pocos compases. La coprotagonista de la sesión caminó toda la noche sobre un lecho de brasas.Mayte Martín se sabía sentada al borde de ese volcán sonoro plenamente activo y, acaso por instinto de supervivencia artística, decidió adoptar una filosofía interpretativa cauta y del todo ceñida a la ortodoxia del género.

Seguramente, el trato conservador de un repertorio tan frecuentado fue culpable en parte de que el público estuviese más atento a las travesuras de Tete al teclado que a la línea del canto. Todas las sorpresas corrieron por cuenta del pianista, henchido de sentido del humor, disfrutando cada pérfida ocurrencia en los obligatos, encadenando citas entrañables y recurriendo a la disonancia monkiana con la sagacidad de quien hace décadas que la ha hecho suya.