Año de Maastricht
Guste o no, el hecho es que nos encontramos en un año decisivo para la construcción europea. La perspectiva adoptada habitualmente concierne sobre todo a la posibilidad de que un país determinado cumpla los requisitos establecidos en el Tratado y logre integrarse en la primera división, o quede por el contrario relegado a una incómoda lista de espera. Este modo de aproximación suele ocultar la otra cara de la moneda, especialmente cuando los comentarios surgen en países como España e Italia, cuyo sprint final para estar en el pelotón de cabeza tiene mucho de agónico. Pero la cuestión no es secundaria: una u otra composición de ese núcleo europeo de primera clase da lugar a un juego u otro de relaciones de poder entre los países miembros de la Unión Europea, aunque en ningún caso sea puesta en tela de juicio la primacía alemana.De entrada, con la fórmula adoptada o con otra cualquiera que hubiese podido establecerse, la exigencia que Maastricht materializa, una forma superior de cohesión entre las economías de la UE, parece indiscutible. Las críticas que se mueven en torno a los ejes progreso versus reacción, capitalismo versus trabajadores, olvidan la advertencia de Marx en el sentido de que las relaciones de producción surgen de modo "inevitable" e "involuntario" para los sujetos individuales afectados por ellas. La cuestión no es que el poder del capital se refuerce y los trabajadores vean incrementada su subalternidad, según insiste nuestra crítica izquierdista, sino que capitalistas y trabajadores, europeos se encuentran integrados en un marco económico, la Unión Europea, afectado en este fin de siglo por una dinámica acelerada de cambios en la economía mundial, con la fuerte recuperación del sistema norteamericano, visible en estos días en el alza del dólar, y un crecimiento rapidísimo del rebaño de dragones asiáticos. El establecimiento de mecanismos de unificación monetaria y coordinación de las políticas económicas europeas, cualquiera que sea la valoración técnica de cada medida en particular, constituye simplemente un recurso de supervivencia en el marco de una globalización que suscita en todos los continentes una oleada de acuerdos de integración económica regional. La situación de incertidumbre dominante, en contraste espectacular con Estados Unidos o el sureste asiático, es todo menos una invitación al statu quo. Nuestros sindicatos han sabido entenderlo. De ahí que la petición a estas horas de la noche de un referéndum sobre Maastricht sea no sólo un signo de testimonialismo político sino una clara muestra de impotencia teórica. Marx enseñó reiteradamente que no se trataba de manifestar un rechazo primario al sistema capitalista, sino que el primer paso de la oposición consistía en el análisis de la dinámica de ese capitalismo, incluidos los mecanismos que hicieran posible la introducción de reformas ventajosas para los trabajadores. En lo que toca a Maastricht, este aspecto ha saltado entre nosotros no sólo en el discurso maximalista de Izquierda Unida -que por cierto arrancó de una abstención en el voto parlamentario- sino en la socialdemocracia. El resultado fue que las críticas de los primeros han llegado siempre tarde con una finalidad de descalificación, y la segunda no ha sabido plantear alternativa alguna al modo neoliberal de cumplimiento de las condiciones establecido por el PP. Es aquí donde cabia, siquiera, ofrecer soluciones que por la vía italiana hicieran recaer el coste sobre los grupos económicamente poderosos, y no sólo sobre los asalariados, sometidos a una congelación más.
El objetivo de llegar era imprescindible y de ahí la cohesión sagrada, tanto entre los partidos, salvo IU, como entre los dirigente sociales, que el Gobierno debiera ser el primero en no pertubar (ejemplo en contrario: el bluff de la amnistía fiscal encubierta). Los medios sí sugerían un debate aquí ni siquiera esbozado, encerrados como estamos entre el radicalismo verbal de los menos y la acomodación de los más.
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