Phileas
En el World Economic Forum de Davos, que parece un lugar serio a pesar de que un año entronizaran a Mario Conde -un tipo de exceso en el que no sólo incurre la Universidad española-, el alcalde de Barcelona, Pasqual Maragall, ha dicho que se va a dar la vuelta al mundo en 80 días una vez acabe todo esto. El nuevo Phileas está, en realidad, fuera del mundo: sin Imperio Británico, esa vuelta es imposible. Pero está fuera, sobre todo, porque un político no puede decir jamás algo así. La política persigue la felicidad de los hombres; pero sus agentes no pueden mostrarse felices. La carrera de Pasqual Maragall ha estado muchas veces en un tris de acabarse por esos alardes de felicidad. Phileas no puede, ahora, dar la vuelta al mundo y pedir luego el voto para derrotar a Pujol.No puede. Los que votan sospecharían: si parece tan despreocupado y feliz ya no va a ocuparse con ahínco de que yo lo sea. Hacer política precisa de una formalidad cejijunta. Sonreír, tal vez, como máximo: pero todo el mundo debe creer que la sonrisa sólo es el filo más visible del cuchillo. De ahí el carisma de Felipe González, o el de Clinton: un puntito de dispepsia vigilante. Phileas se va a dar una imposible vuelta al mundo y aquí quedamos, en estos garfios. Soportando el malhumor de Arzalluz, la dictadura de su tautológico malhumor nacionalista. Devastados por el olor a manteca -rancia- que desprende el asador Rodríguez. Inquietos ante la posibilidad de que a José María Aznar se le haya desencajado la mandíbula después de tantos meses batiéndola: dicen que no ríe porque ya gobierna, pero no hay pruebas.
Estupefactos, en fin, por el hecho de que la frivolidad del amigo Phileas adquiera en este marco lo impensable: un rasgo de positiva moral.
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