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Cainitas

Fernando Vallespín

En un pasaje de La ciudad de Dios (libro XV, capítulo 5), Agustín de Hipona nos presenta un argumento, ciertamente fantástico desde nuestra perspectiva actual, para defender la imposibilidad de acceder a un gobierno legítimo en la "ciudad terrena". Viene a sostener que el gobierno de los humanos es irredimible, porque en última instancia se sustenta sobre el parricidio. El ejemplo clásico es el de la fundación de Roma, cuyos "primeros muros se humedecieron con la sangre fraterna" tras el asesinato de Remo a manos de su hermano Rómulo. Este acto de cruenta constitución de las comunidades políticas tiene, sin embargo, su antecedente más remoto en el mismo crimen de Caín, a quien la Biblia le atribuye el para san Agustín dudoso privilegio de ser el "primer fundador de ciudades". Y este parricidio sería además doblemente perverso, pues la motivación que lo guía no es la habitual en estos casos, la ambición de poder o el deseo de gloria, sino "la envidia diabólica con que envidian los malos a los buenos sin otra causa que el ser buenos unos y malos los otros".Salvadas todas las distancias, no he podido menos que recordar estas palabras al leer en este mismo periódico el último barómetro de invierno de Demoscopia sobre la confianza que generan las diferentes instituciones y grupos políticos. El estigma de Caín parece seguir proyectándose sobre los políticos a tenor de dichos resultados, ya que aparecen claramente como la institución o grupo peor valorado. En un principio llama la atención que ello no es óbice para afirmar una valoración positiva de otras instituciones -Parlamento, el gobierno de las comunidades autónomas o los ayuntamientos- que están, obviamente, integradas por políticos. Hasta el mismo Gobierno del Estado es enjuiciado considerablemente mejor. Esto puede producir cierta perplejidad, y en parte puede ser uno de los resultados inducidos por el mismo cuestionario al separarlos tan radicalmente, como grupo diferenciado, de dichas instituciones.

Sin embargo, esta presentación separada es bastante pertinente, pues permite detectar la percepción de los profesionales de la política como clase, con sus intereses, actitudes y modos comunes. Y nos faculta, además, para hilvanar algunas reflexiones sobre la percepción actual de la vida política.

La primera reflexión que cabe hacer, y que es ciertamente positiva, es que las instituciones parecen haberse hecho inmunes a quienes de ellas disponen. ¿No es éste el sueño de toda estrategia del liberalismo democrático y del Estado de derecho, dirigida a salvaguardar las instituciones -y con ellas a la "libertad"- de la acción de sus ocupantes? Es lo que hay detrás de aquella conocida máxima liberal de la necesidad de lograr el "gobierno de las leyes y no de los hombres", de la división de poderes y, en fin, de todo el entramado institucional en el que vivimos, que está montado sobre la desconfianza hacia el gobernante. Los resultados de la encuesta confirman, pues, su eficacia: dicho entramado ya no se cuestiona, goza de plena legitimidad. Si estamos en general satisfechos de nuestro orden constitucional y no vemos necesario aventurarnos en experimentos de reforma institucional, es lógico que la responsabilidad por los -males de la política se proyecte entonces hacia quienes "la hacen", no a las reglas que la sustentan. Un avance, desde luego, siempre y cuando -y esto comienza a ser dudoso- no se comience a hacer una utilización partidista de las instituciones del Estado.

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Otra es la lectura si entendemos que la sanción no se dirige tanto hacia "los políticos" concretos cuanto hacia la política misma, hacia la forma de hacer política en nuestros días. Me explico. Nadie duda que la evaluación negativa de los políticos obedece en gran parte a la profusión de escándalos que han salpicado a la clase política a lo largo de los últimos años, así como a la incongruencia entre su discurso electoral y lo que efectivamente hacen una vez llegados al poder. Como se vio tras las últimas elecciones, la fungibilidad de dichos discursos es directamente proporcional a su instrumentalidad para obtener votos o alcanzar compromisos. Por otra parte, el espectáculo de sus desavenencias y conflictos internos proyecta una imagen poco agraciada, que hasta ahora ha tenido además una inmediata retirada de apoyo electoral en aquellas formaciones que se han visto más afectadas por ellos. Lo mismo cabe decir del impulso opuesto, la abolición por decreto de toda disidencia y pluralismo interno, del que también hay muchos y recientes ejemplos. Se mueven, pues, en una situación de doble vínculo: si se homogeneizan demasiado, se les acusará de monolitismo y uniformidad, y si se pasan en el ejercicio de la crítica y la disidencia con respecto a la mayoría de su grupo, la imputación es de "crisis interna". Todo ello no obsta, por supuesto, para que no quepa deslindar ambas patologías de lo que cabe evaluar como un pluralismo auténtico.

Sería absurdo por mi parte pretender negar la consistencia de ésas u otras críticas dirigidas a los políticos. Pero sí considero relevante arrojar alguna luz sobre las condiciones dentro de las cuales deben ejercer su oficio, que hoy les condena casi a una impopularidad permanente. No en vano este fenómeno de la mala prensa de los políticos está generalizado en prácticamente todos los sistemas democráticos. Para empezar, si exceptuamos quizá a los protagonistas de la prensa del corazón, no hay ningún otro grupo social sobre el que se proyecte con tanta intensidad la luz pública. De'su sorprendente efecto pueden dar buena cuenta muchos otros gremios que, por unas u otras razones, se han visto expuestos coyunturalmente al escrutinio público. Con el agravante de que la evaluación de su actividad no se somete a un criterio de verdad distinto 4el que le otorga la opinión. Esta se sustenta, a su vez, sobre una presentación polarizada de la realidad. Salvo contadas excepciones, cada grupo político busca diferenciarse del contrario a través de una particular lectura de lo que acontece. En eso consiste esencialmente el juego Gobierno / oposición: en la introducción de un código dirigido a negar no ya sólo los méritos que pueda atribuirse la otra parte, sino la misma construcción y explicación del mundo en la que apoya sus pronunciamientos. No hay "hechos objetivos", sino -por así decir- distintas visiones de los mismos que combaten por afirmarse y conseguir apoyos.

Dichas visiones aparecían antes arropadas detrás de eso que se llamaban ideologías totalizadoras. Su fraccionamiento debido a los nuevos imperativos de la mundialización, la integración supranacional y la búsqueda desesperada de un discurso capaz de englobar a sectores cada vez más amplios de la población ha conseguido trivializarlas dentro de una incoherente amalgama de consignas. Sigue viva -¡cómo no!- la distinción izquierda / derecha o progresista / conservador, pero la percepción que se tiene de sus contenidos ha perdido la nitidez de antaño y se refugia ora en burdos clichés ora en oportunistas tomas de partido. Al argumento le sustituye la invectiva, y el ciudadano asiste atónito al espectáculo de un consenso en lo esencial -¿quién se opone a los postulados del tan traído y llevado "pensamiento único"?- y un disenso fratricida en lo demás. El ciudadano, al que por lo demás se le supone una disposición impecable, no tiene muchas más opciones que alienarse de la política o, y esto es un mal menor, retirarles su afecto. Con todo, dada su insistencia por acceder al poder o encaramarse a él, hay que imaginar -como decía Camus respecto de Sísifo- a los políticos felices.

Fernando Vallespín es catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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