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¿Cómo hacer andar al asno de Buridán?

Estamos paralizados por la abierta contradicción en la que creemos estar obligados a vivir. Las sociedades y los gobiernos parecen haberse vuelto impotentes frente al mercado mundial, y paralelamente queremos mantener unos principios de libertad, igualdad y justicia que se manifiestan más como una protesta moral que como un programa realista de organización de la sociedad.¿Estamos verdaderamente obligados a elegir entre la riqueza generadora de injusticia y un deseo de igualdad que nos condenaría a la pobreza? ¿La libertad y la igualdad se han vuelto absolutamente contradictorias? Somos como el asno de Buridán, incapaz de avanzar y que muere en el sitio, atrapado por unos deseos contradictorios. Estas metáforas no son ni artificiosas ni excesivas. Europa occidental es la única zona del mundo que está estancada. Estados Unidos escogió la eficacia y la desigualdad; es un país con una riqueza y una pobreza crecientes. China y otros muchos países han hecho la misma elección. Otros se han recluido durante mucho tiempo en un proyecto político cerrado, pero su sistema, principalmente de tipo soviético, ha sido abandonado en casi todas partes porque paralizaba la economía.

Evidentemente, se puede decir al asno de Buridán que primero debe apuntarse al liberalismo salvaje y enriquecerse y luego ocuparse de ayudar a los más pobres y crear una mayor justicia. En una palabra, volver a hacer lo que se hizo en el siglo XIX: un largo siglo de proletarización y pauperismo, antes de que se configuraran las políticas sociales, que apareciese la idea de democracia industrial en el Reino Unido o que se aprobaran las primeras leyes sobre el trabajo en Alemania. Pero ¿quién acepta tal retroceso? ¿Quién se atreve a decir que nuestros hijos deben vivir mucho peor que nosotros para que nuestros nietos quizá vuelvan a tener unas condiciones de vida favorables? Exigimos controlar un proceso de transición que sabemos que es inevitable, en el que estamos metidos desde hace tiempo y que nos impone un nivel de paro y de precariedad muy elevados en la mayoría de los países occidentales, incluidos Estados Unidos y el Reino Unido. Y dada la dificultad de definir y poner en marcha dicho control, estamos desorientados, paralizados y, como el asno de Buridán, nos condenamos al estancamiento y a una muerte lenta.

Para que sea posible una solución, es necesario, en primer lugar, que haya un debate político sobre los fines, los medios para lograrlos y para adaptarse a las obligaciones que nos impone la mundialización de la economía. Pero para que tal debate sea posible a nivel político es necesario que los intelectuales hayan despejado el terreno. La tarea es inmensa y cada propuesta provoca críticas, reservas y discusiones. Sin embargo, hay que romper el silencio, aun a costa de tener que modificar nuestros planteamientos. Deben servirnos de acicate el silencio de los políticos, la ausencia de debate, la confusión reinante y, sobre todo, nuestro miedo, la congoja que todos sentimos ante un futuro que parece incomprensible e incontrolable.

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Me parece que el más simple y necesario de los análisis debe incluir cuatro propuestas principales en las que se trata de definir en qué consiste la autonomía de la vida económica y su sistema de control social y político en el mundo actual, y la forma que pueden tomar en el que queremos construir.

El primer punto es el más sencillo de definir porque es el que tiene una relación más directa con la experiencia que hemos vivido. Aceptamos la economía de mercado; estamos comprometidos desde hace 30 años en la construcción de una Europa liberal y en la liberalización de los intercambios comerciales a nivel mundial. Hemos aceptado la creación de una moneda única y la independencia de un Banco Central Europeo. Nadie propone seriamente otra política y el Partido Comunista en Francia o sus equivalentes en España e Italia saben que no pueden formar una gran alianza de izquierdas si rechazan el Tratado de Maastricht que, por otro lado, saben que se aplicará.

El segundo punto se reconoce mucho menos fácilmente, pero debe afirmarse con la misma fuerza que el primero. Los sistemas de protección social que hemos construido no tienen en primer lugar una función económica. Manifiestan una voluntad de solidaridad y justicia. Renunciar a ello supone aceptar una regresión insoportable. Pero no confundamos el Estado de bienestar con las intervenciones económicas del Estado, las prácticas del Estado corporativista o incluso con el funcionamiento del sistema fiscal. Sólo se puede defender la seguridad social si se acepta la pérdida de terreno del Estado gestor, subvencionador o protector de intereses particulares.

Al hablar del futuro, las propuestas son más difíciles de - formular y de defender. No obstante, describiré dos, como en la primera mitad del análisis, y de la forma más clara posible.

La primera idea que hay que afirmar es que no puede haber crecimiento económico si no se confía en la economía de producción y que sin crecimiento no hay política social satisfactoria. En plena crisis, cada vez son más las voces que se hacen oír para decirnos que la civilización del trabajo ha terminado, lo que lleva en la práctica a resignarse al paro y a la precariedad de unas condiciones de trabajo no elegidas. Pero el nivel de desarrollo de un país se mide por su capacidad para considerar un número creciente de aspectos de la vida social como factores directos o indirectos de producción. Los fisiócratas sólo consideraban cómo actividad productiva a la agricultura; las primeras sociedades industriales, y actualmente las economías emergentes, están basadas en la mera acumulación de capital y de trabajo. Luego vimos la necesidad de una administración eficaz, de un sistema escolar que respondiera a las necesidades del mercado laboral y de un sistema bancario orientado hacia la producción y no hacia la especulación. Hoy día se ha formulado un concepto importante, el del desarrollo sostenible. Nos recuerda que nuestro crecimiento puede verse paralizado por la crisis urbana, por el deterioro del medio ambiente, por las luchas interculturales, por las crisis psicológicas individuales, por la violencia de la juventud, por la droga... Seguramente, dentro de 10 o 20 años, como máximo, en Europa occidental los puestos de trabajo directamente productivos representarán menos del 20% del empleo, los factores de gestión indirecta de la producción representarán un 40%, los empleos relacionados con la fabricación de bienes de consumo un 20% y los empleos de sostenibilidad el 20%; y medio siglo después la segunda categoría habrá disminuido y la cuarta habrá aumentado de forma importante. Hay que resucitar la idea de sociedad de producción porque si no lo único- que se hace es gestionar la escasez. Así como el reparto del trabajo es una medida eficaz para salir del actual atolladero, cuando se asocia con la idea del fin del trabajo se convierte en algo negativo. Lamento que el inteligente análisis de Michel Rocard parezca apoyar las muy discutibles especulaciones de Jeremy Rifkin o de Roger Sue.

El último punto es el más difícil y el más importante de defender. ¿Qué significa hoy afirmar que los objetivos sociales deben prevalecer sobre las obligaciones económicas? Para que esta afirmación social, moral y política tenga un sentido concreto debe significar el rechazo del principio de flexibilidad laboral que se ha convertido en estandarte del liberalismo salvaje. De ahí la importancia de la huelga coreana, más visible que la victoriosa huelga de los trabajadores alemanes de 1996. De ahí también el movimiento de simpatía general y justificada que ha apoyado en Francia la lucha de los empleados de Crédit Foncier. Sabemos muy bien que las empresas no pueden, y nunca han podido, garantizar la continuidad de todos sus trabajadores. Pero afirmamos que el derecho al trabajo debe ser una realidad. Los sectores profesionales y las administraciones locales deben hacerse cargo de los trabajadores sin empleo, asegurarles al menos una actividad que a menudo será de formación o de reconversíón y que, en ocasiones, será a tiempo parcial, si así es elegido. Cada vez se ejerce una presión más fuerte a favor de la flexibilidad del mercado de trabajo, pero creo que recibe como respuesta una resistencia cada vez más firme y que este conflicto pronto se transformará en el eje central del debate político.

Por tanto, habría que añadir a este análisis una reflexión sobre la reconstrucción necesaria y posible del sistema político, hoy por hoy desgarrado entre la aceptación de la economía liberal y la nostalgia del pasado. Pero cada día trae su tormento. Es necesario primero iniciar la reflexión y la discusión acerca de los principios que acabo de formular.

Alain Touraine es sociólogo y director Instituto de Estudios Superiores de París.

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