Una pequeña obra maestra
Realizado entre 1797 y 1799, el Vuelo de brujas pertenece a una serie de media docena de cuadros que Goya pintó para la célebre residencia de La Alameda de los duques de Osuna, en cuya propiedad permaneció hasta 1896, la fecha de liquidación de los bienes de la aristocrática casa. A partir de entonces el cuadro perteneció sucesivamente a don Ramón Ibarra y a don Luis Arana, ambos coleccionistas de Bilbao, siendo, de nuevo, vendido, esta vez en pública subasta, llevada a cabo a fines de 1985 en la sala madrileña de Sotheby's-Peel, a su último propietario, Jaime Ortiz-Patiño. Sorprende, por tanto, que el problema de su expropiación supuestamente ilegítima no se planteara entonces, en el momento de esta subasta pública, pero, en todo caso, ahí están las leyes y los tribunales si hubiere lugar.De lo que no hay la menor duda es, por un lado, de la calidad e importancia del cuadro, y, por otro, del absurdo de no haber sido ejercido el derecho mejor de compra por parte del Museo del Prado en 1985, lo que, si no se aclarase convenientemente, compromete el criterio de los responsables de la pinacoteca entonces y grava al contribuyente actual con una penalización de unos 200 millones, si no me falla la memoria en relación al precio del remate del cuadro en 1985' Entre unos y otros, éste parece ser el destino de los españoles: pagar las cuentas de todos mientras unos y otros se insultan.
En todo caso, volviendo a lo esencial, el cuadro de Vuelo de brujas es, en efecto, maravilloso, y lo es, entre otras cosas, porque formó parte de un conjunto de obras que, en la última década del siglo XVIII, Goya pintó para sí mismo, "a su capricho e invención", como él mismo escribió, una afortunada expresión que sirvió después para así titular la exposición que el Museo del Prado organizó sobre el pintor aragonés a fines del año 1993. El Vuelo de brujas es, además, dentro de la serie de temas de brujerías, quizá el más terrible y sorprendente; también el más ácido, desde el punto de vista crítico. En medio de una noche terrible, con ambientación de desoladora negrura, un poco al estilo del famoso cartón que alegoriza El invierno, vemos a tres brujas voladoras -una, sin duda es del sexo femenino-, que sostienen en volandas a un hombre desnudo al que están chupando, mientras éste grita y se contorsiona patéticamente. Los tres seres brujos están, por lo demás, tocados de capirotes, hábilmente transformados en tiaras obispales, con lo que la asociación entre hechicería e Iglesia queda patentemente manifiesta. Debajo de este siniestro grupo volador, vemos dos hombres: uno se tapa la cabeza con un manteo y camina, aterrorizado, haciendo una señal de conjuro; mientras el otro permanece tumbado en el suelo tapándose los oídos con desesperación, como para no oír los gritos del desdichado. La tercera figura es la de un asno, que permanece insólitamente indiferente ante el cruento- disparate brujeril, como si estas cosas no tuvieran que ver nada con los seres de su especie.
Al margen de las significaciones icónicas, tan obvias como jugosas, la obra es de una extraordianaria belleza, pues manifiesta ese sentido personal e íntimo de Goya que aflora mejor con los asuntos de fantasía, donde lo sentimental se asocia con lo patético. La figura del hombre que huye cubierto, aunque repita el prototipo de la de los campesinos de la nevada de El Invierno, posee una fuerza extraordinaria, como la tiene, esbozada en segundo plano, la del hombre echado, genial preludio de todas esas figuras tumbadas que multiplicará a partir de esas fechas. La surrealista presencia de la cabeza del asno resulta también, en su impasibilidad, sobrecogedora. Es difícil, en fin, compendiar mejor un asunto terrorífico-sublime, dando todos los acentos locales y sin pérdida en un solo momento de, la realidad, una realidad no exenta de la mejor delicadeza de pincelada. Una pequeña gran obra maestra.
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